Poesía: Un canon que se escribe en el agua
Cuatro antologías recientes que reúnen algunas de las obras más representativas de la producción poética nacional permiten trazar el perfil -siempre móvil y cambiante- de un país que, más que otros de América, ha elegido el género lírico para expresar los aspectos inefables de su identidad
Los mitos y epopeyas que fundan una nación no se cuentan ni se cantan en prosa. Que el libro canónico de la Argentina terminara siendo Martín Fierro de José Hernández (en lugar de Facundo de Domingo Faustino Sarmiento, como le habría gustado a Jorge Luis Borges) no abre solamente toda una línea ideológica sino también una opción por la poesía como género fundacional. Verdaderamente, la poesía precede a la prosa y sobreviene también después, cuando la prosa se revela incapaz o insuficiente para nombrar ciertas cosas.
Para el poeta Leopoldo Lugones, aquello que la prosa no podía nombrar ni constituir era justamente la patria. La elevación del gaucho a la condición de emblema nacional y la poesía gauchesca misma, tempranísimo ejemplo de literatura política en el Río de la Plata, fueron invenciones de poetas. En las conferencias que constituyen El Payador (1913-1916), Lugones definió al gaucho como "el campeador del ciclo heroico que las leyendas españolas inmortalizaron siete u ocho siglos antes". Martín Fierro era para el autor de Lunario sentimental -incidentalmente, precursor del ultraísmo- el epítome estilizado de semejante gaucho y eso alcanzaba también la lengua: "Es la corrupción fecunda de una lengua clásica, la germinación que empieza desorganizando la simiente". El libro canónico de la Argentina fue entonces un poema, Martín Fierro , elegido por otro poeta, Lugones.
Como todos los aniversarios redondos, los festejos por el Bicentenario de la Revolución de Mayo alientan consideraciones retrospectivas, arqueos de la cultura. En la literatura, esos balances tienden a realizarse materialmente en volúmenes antológicos. Para el Centenario, Juan de la Cruz Puig preparó su Antología de poetas argentinos . Cien años después hay ya por lo menos -el avance del año puede deparar todavía más- cuatro antologías de poesía argentina. Ante todo, el monumental libro 200 años de poesía argentina que el crítico Jorge Monteleone preparó para Alfaguara y que aparece en estos días. Luego, el volumen bilingüe español-inglés que seleccionó el poeta Daniel Samoilovich y tradujo Andrew Graham-Yooll y que publicará y distribuirá en agosto, durante la Feria de Fráncfort, el Ministerio de Relaciones Exteriores. En tercer lugar,La poesía del siglo XX en Argentina , con selección de Marta Ferrari, ya aparecido en España en una coedición entre Visor y la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo. Por último, otro poeta, Jorge Fondebrider, convocó para la editorial Bajo la luna a diez poetas para que ellos eligieran a otros poetas. De las cuatro, sólo la de Monteleone cubre claramente el siglo XIX, y es notable que dos de esas tres (las de Monteleone y la de Samoilovich) incluyan poetas nacidos hasta 1959. En cualquier caso, los cuatro volúmenes podrían ser complementarios, en la medida en que no incluyen necesariamente los mismos nombres y, cuando lo hacen, difieren los poemas elegidos. Samoilovich, poeta él mismo incluido en dos de las otras antologías y excluido de la propia, tomó, como Ferrari, poetas nacidos en la primera mitad del siglo XX, con dos excepciones hacia delante y hacia atrás: Mirta Rosenberg (1951) y Oliverio Girondo (1891). Por lo demás, el único antecedente de antología bilingüe de poetas argentinos del siglo XX era hasta ahora la de William Shand, publicada en 1969, y que, por la época en que se publicó, abarcaba evidentemente al menos una generación menos. Las razones por las que Monteleone y Samoilovich excluyen a las generaciones más jóvenes son semejantes: vasta circulación en Internet y en antologías anteriores; entre las más recientes y notorias, New Poetry in Argentine-Nueva Poesía Argentina , preparada por Gustavo López y lanzada el año pasado por Perceval Press, la editorial del actor Viggo Mortensen.
El libro de Alfaguara tiene un perfil más nacional y popular (se incorporan por ejemplo letristas del tango). El hecho de que el primer poema de ese tomo de más de mil páginas sea la "Marcha Patriótica", de Vicente López (el Himno Nacional Argentino desde la Asamblea del año XIII) no debería ser un dato desdeñable. EnO juremos con gloria morir. Historia de una épica de Estado , el ensayista Esteban Buch llamó la atención sobre la opción sonora que está en el primer verso del poema. Sus nueve estrofas arman un relato acerca de la existencia de una nación. Pero el primer verso ("Oíd mortales el grito sagrado") pone las cosas del lado de los sentidos y los sonidos. Observa Buch: "La nueva nación se anuncia ante todo por una doble señal sonora, este grito de ´libertad´ y ese ruido de cadenas que se rompen. Grito y ruido: el primero, lingüístico, articulado... el otro material e inarticulado. [...] La canción es metáfora de su propio comienzo". La imagen cifra algo de la poesía argentina misma. Al margen de su evolución inmanente, esta poesía admite leerse como una especie de contracanto (ya sea en términos de reacción o de aquiescencia) del presente en que fue escrita. Por ejemplo, las vanguardias de los años 20, los poemas de Jorge Luis Borges y Oliverio Girondo, serían impensables sin las celebraciones y las nostalgias suscitadas por la modernización de Buenos Aires. O incluso la música intelectual que se escucha secretamente en los poemas que Alberto Girri escribió de la década de 1960 en adelante interpela ciertos desbordes vitalistas de su época, y no solamente en la literatura.
La profusión de la poesía argentina tal vez sea incomparable con la de otros países de América latina. Justamente, un poeta argentino comentaba en una ocasión las ventajas relativas de Chile en la construcción de su canon: aun con omisiones, Gabriela Mistral, Vicente Huidobro, Pablo Neruda, Enrique Lihn, Nicanor Parra y Gonzalo Rojas vertebran la tradición poética de ese país. Difícil, acaso imposible, que la poesía argentina pudiera condensarse de manera tan cabal en cinco nombres.
Selecciones nacionales
Cuenta el erudito inglés Richard Garnett que la palabra "antología" empezó usándose figuradamente (según su sentido literal, no es más que una colección tupida de flores) para aludir a ese corpus antiguo de poesía fugitiva de alrededor de 4500 piezas escritas por más de 300 poetas llamado Antología griega . La obra debía salvar del olvido esa poesía ocasional, por lo general breve, proclive al epigrama y la inscripción. La generalización de su uso implicó también una estrategia de recorte aplicada a un cuerpo de poemas. Quizás a eso mismo se refiere Monteleone en su prólogo (ver aparte) cuando observa que confeccionar una antología es un acto crítico. Invariablemente, el descarte y la inclusión constituyen variedades de la crítica.
¿Pero cómo se lee una antología? Y además: ¿qué nos dice esa lectura sobre los poemas que la forman? Las antologías suelen tener muchas puertas: además de la civil lectura seguida, puede empezar a leerse por nombre, por versos, por períodos. Si se opta por la lectura salteada -la entrada por autor, por poema-, el libro se convierte en una abigarrada casa de citas. Si se opta por la lectura seguida, la mera contigüidad de las páginas arma sus propios sentidos, propicia continuidades e interrupciones ilusorias, como si un poema de Alejandra Pizarnik pudiera refutar o confirmar una letra de Enrique Santos Discépolo. Esa lectura seguida revelaría más diferencias que afinidades.
En el prólogo a Monstruos. Antología de la poesía argentina joven (2001), Arturo Carrera citaba una frase de Daniel García Helder a propósito de las tendencias de la poesía argentina: "Son como el rubor en la piel de la cara: un momento y se borran". En efecto, hay poéticas fugaces, defecciones rápidas y apostasías instantáneas, agrupamientos heteróclitos en revistas de persistencia variable. Lo que sí hay son prefiguraciones y ecos, respuestas tardías y homenajes. Así, la disolución evidente de la lírica (y más acotadamente, de "lo lírico") que podría leerse en las generaciones más recientes aparece anticipada por medios muy distintos en Alberto Girri y Leónidas Lamborghini. Unos versos famosos de Carlos Guido y Spano escritos hacia 1895 ("He nacido en Buenos Aires./ ¡Qué me importan los desaires/ Con que me trate la suerte!/ Argentino hasta la muerte, He nacido en Buenos Aires") resuenan apagadas e invertidas en "yo pongo sobre vos y nada más que sobre vos todo mi cuerpo/ a esta luz me dieron a esta luz me doy/ y bueno soy argentino", de César Fernández Moreno, hijo de Baldomero, el primer poeta que, como dijo Borges, supo "mirar alrededor" en estas costas. La política hilvana tiempos diversos: de la ingenuidad aldeana de los tempranos "diálogos" y "cielitos" de Bartolomé Hidalgo y la crueldad de "La Refalosa" de Hilario Ascasubi hasta el poema "Cadáveres" de Néstor Perlongher, o mucho más acá, el libro Poesía civilde Sergio Raimondi, la política insiste, y esa insistencia se realiza de la manera más aguda cuando el poeta moldea el poema como una cáscara con sus inflexiones: "Asimilar la distorsión y devolverla multiplicada" era el motto , casi el programa, de Leónidas Lamborghini.
Leer estas cuatro antologías recientes descubre un campo de fuerzas, una imagen que le hace justicia a su objeto: también la poesía argentina es un secular campo de fuerzas. Pero el canon de toda antología es móvil. Museo de la poesía moderna , tituló el alemán Hans-Magnus Enzensberger a su selección de poesía del siglo XX. Sin embargo, a diferencia de la Antología griega ydel provocativo volumen de Enzensberger, el canon de la poesía argentina no puede hacerse de una vez y para siempre. Aquello que las antologías van revelando es el periódico reordenamiento de versos y nombres propios. A los poetas instalados de antes (Hilario Ascasubi, José Hernández, Lugones, Alfonsina Storni, Borges, Enrique Molina, Juan Gelman, Hugo Padeletti) se agregan luego los de Arnaldo Calveyra, Beatriz Vallejos, Aldo Oliva, Juan Manuel Inchauspe, Héctor Viel Temperley, Juana Bignozzi, Jorge Leónidas Escudero o Darío Canton; todos ellos ocupan desde hace tiempo el lugar reservado a los precursores y los maestros. Otros, como Basilio Uribe, esperan todavía reediciones y lecturas contemporáneas. Realmente, el canon de la poesía argentina se escribe en el agua. Quizás, un poeta canónico no sería aquél que entra en una antología; sería aquél que logra sobrevivir a varias antologías de distintas épocas.
Uno de los pocos poetas que se repite en las antologías es el entrerriano Juan L. Ortiz. Podría derivarse de allí el lugar central de su nombre en el canon de la poesía argentina del siglo XX. Pero su condición canónica no reside únicamente en la recurrencia ni en la manera en que pueden pensarse a partir de él líneas distintas, aun opuestas, de las poéticas actuales. "El río,/ y esas lilas que en él quedan... quedan.../ No se morirán esas lilas, no?", dice su letra liliputiense. Hay en el paisaje mismo de los poemas de Ortiz una imagen de la poesía argentina. Sus versos son extensos y minúsculos, y su disposición en la página imita a un delta como el que aparece en muchos de sus poemas.
El delta es una imagen posible de la poesía argentina: cantidad de archipiélagos unidos y separados por la misma agua, los brazos de un mismo río, la lengua, que los islotes y los juncos deforman, desvían y vuelven a unir. Quien, aun sin ser un lector especialmente devoto de la poesía, quiera saber algo más sobre la historia debería empezar por encontrar las huellas que esa historia deja en la lengua. Y no es una novedad que son siempre los poetas los que miden el verdadero estado de una lengua.
© LA NACION
Comentarios