Música: El mito del pianista

¿Es posible descifrar el enigma que se esconde tras el piano y el pianista? ¿Por qué intérprete e instrumento se convierten en ocasiones en "algo más" que mensajeros de la partitura?


Por: Xavier Antich. Especial La Vanguardia y Clarín
Es posible imaginarse la escena: un pianista de talento, con una brillante carrera por delante, escucha un día, en la célebre escuela Mozarteum de Viena, a un joven que está interpretando las Variaciones Goldberg de Bach. Ese joven se llama Glenn Gould y el pianista en ciernes que lo escucha queda tan estupefacto y deslumbrado que, a partir de entonces, consciente de haber entrevisto algo tan perfecto como inalcanzable, abandona para siempre el piano y la interpretación. Se trata de una ficción, claro, pero la imagen es verosímil. Ahí radica, sin duda, la fuerza de El malogrado, ese relato de Thomas Bernhard en el que consiguió dar forma literaria al inmenso poder creativo de ese pianista genial que fue Glenn Gould (1932-1982), sin duda uno de los mitos de nuestra época.


Y, sin embargo, cualquier aficionado a la música sabe que el caso de Gould no es único. Ni ha sido el único pianista genial ni, como da por supuesto una mercadotecnia banal, ha sido el mejor. Por otra parte, ¿acaso Goya es mejor que Velázquez? ¿O Mozart mejor que Beethoven? Otros, como Gould, han alcanzado ese horizonte, inaccesible para la mayoría y lejano incluso para muchos de los mejores, en el que las partituras del pasado cobran, de forma incomprensible e inesperada, una vida inigualable, apenas intuida hasta que llegaron ellos. Rubinstein (1887-1982) descubrió un Chopin alejado de la sensiblería y Sviatoslav Richter (1915-1997), el Schubert moderno, al modo como Gould adivinó la modernidad del Bach más abstracto y especulativo. Yes que la estirpe de algunos pianistas deslumbrantes configura la carne misma del mito con el que se alimenta la experiencia estética de miles de aficionados a la música de nuestro tiempo. Y cada uno, en su singularidad, ha sido capaz de iluminar partituras que han quedado, tras ellos, como hitos de la discografía en la historia de la interpretación: partituras nuevas, casi descubiertas, que ya forman parte del paisaje de nuestra modernidad, gracias a ellos, aunque fueran compuestas siglos atrás, en otro tiempo, con otras preocupaciones, en otros espacios. Es la magia del mito, que algunos pianistas encarnan, en nuestra época, de forma paradigmática.


Curioso papel el de estos intérpretes, cuya dimensión creativa se ha puesto al servicio de una obra que no es suya, sino de los compositores, pero que los convierte a ellos en mediadores capaces de iluminar mundos hasta entonces desconocidos, o conocidos de otro modo.

Además, los virtuosos anticiparon, como supo ver Paolo Virno, la figura del trabajo inmaterial que caracteriza esta época nuestra que, a falta de denominación más precisa, podemos denominar posfordista o, como algunos sugieren, capitalismo cognitivo.


Pero ¿por qué motivo sólo los más grandes pianistas, en el universo de la música culta, alcanzan la categoría de mitos? Es cierto que podría señalarse, entre otros instrumentistas, a Yehudi Menuhin con el violín o a Pau Casals, Rostropovich y Jacqueline du Pré con el violonchelo. Pero son, es preciso reconocerlo, casos aislados. ¿Será tal vez porque el piano ha heredado, en la edad moderna, la hegemonía que tuvo en su tiempo el órgano como rey de los instrumentos? ¿Será quizás porque el piano lleva en su historia moderna la extraordinaria historia de los diversos instrumentos para teclado, desde la época del clavicémbalo? ¿O será acaso porque algunas de las obras maestras de la historia de la música occidental están indisociablemente vinculadas a ciertas partituras para piano? ¿O es que el piano, por sí solo, contiene, en cierto sentido, como no lo hace ningún otro instrumento, toda la grandeza de la música clásica y contemporánea? ¿O porque sólo el piano ha alcanzado un universo tan infinito e irresistible como la orquesta? Sea como sea, en el olimpo de la interpretación de nuestro tiempo, los pianistas brillan con una luz especial, incomparable. El reciente paso por Barcelona de esos dos monstruos que son Martha Argerich y Alfred Brendel, en la temporada de Ibercámera, que cumple 25 años, obliga a plantearse estas preguntas.


La verdad es que ciertos pianistas escapan a toda clasificación. A pesar de que los más grandes acaparen superlativos absolutos, siempre permanecen, más allá de los adjetivos, casi inaprehensibles. Es posible singularizarlos como intérpretes, por su técnica abrumadora, por su expresividad, por su sensibilidad miniaturista, por su energía épica o su lirismo, por su contención o por su efusividad, por su sumisión obsesiva a la literalidad de la partitura o por sus libertades interpretativas, por su rigor o por su fantasía. Y, sin embargo, más allá de su singularidad irrepetible, los más grandes coparticipan de un enigma que está, en todos y cada uno de los casos, más allá de las posibilidades de verbalización. Ahí radica, tal vez, su fuerza. Y también, en cierto sentido, su necesidad. Casi todos ellos han alcanzado la categoría de mitos en vida. Y las grabaciones, convertidas en nuestro tiempo en algo así como la memoria imposible de algo esencialmente evanescente, los hacen durar. Y, así, el mito reverbera en los ecos que sus grabaciones y, a veces, sus filmaciones no dejan de producir. Por ello la discografía configura hoy, en el ámbito de la historia de la música, ese papel que André Malraux atribuía al museo imaginario en el ámbito de las artes plásticas: la posibilidad de disponer, cada uno, en su casa, gracias a las reproducciones, un auténtico museo de la interpretación moderna. Y, ahí, los más grandes pianistas, esos pocos que han alcanzado la altura del mito, continúan dictando su lección. Una lección que tiene que ver más con el futuro que con el pasado.


Pero la pregunta continúa abierta: ¿qué hace de un intérprete algo mítico, es decir, capaz de continuar vivo mucho más allá de su tiempo? Cuando a Martha Argerich (1941) le preguntaron, en una ocasión, refiriéndose a los pianistas, aquello que, para ella, podía definir el arte de verdad, recordó lo que Nureyev contestó cuando intentó explicar cómo hacía para volver a caer más lentamente que los otros bailarines después de un salto peligroso: "Es muy simple - dijo-,basta con permanecer arriba durante más tiempo". Tan fácil. Tan difícil. Intentando precisar algo más, añadió que lo que más valora en un pianista es "la sonoridad. Lo que pasa entre las notas. La continuidad, el empuje, la dirección, la respiración..., en breve, la cosa musical". Y, para ella, todo esto sólo podía surgir por una extraña combinación de libertad y de rigor.


Claudio Arrau (1903-1991), por su parte, apelaba a un compromiso con la partitura, más allá de la arbitrariedad que había caracterizado al siglo XIX: "La obra de arte no debería ser el pretexto, en el intérprete, para la exposición de sus propios estados anímicos. Ni, por supuesto, para ser el escaparate de uno mismo, la autoexhibición. Es el deber sagrado del intérprete comunicar intacto el pensamiento del compositor del cual no es sino el intérprete". Y, en el mismo sentido,

Alfred Brendel (1931), que no reconoce otros maestros que el propio genio de los compositores, también admitía que "pertenezco a una tradición que pretende que sea la obra maestra la que le diga al intérprete lo que debe hacer". O Maurizio Pollini (1942), que siempre ha reconocido que lo interesante es que "cada obra es un organismo vivo completamente diferente de otro, como decía Furtwängler. Lo que busco es el auténtico fraseo, la forma vivida desde el punto de vista de las diferencias".


Todos ellos, a su modo, suscribirían, para su arte, la frase que Beethoven inscribió en la cabecera de su Missa solemnis:"Surgido del corazón, yque pueda alcanzar los corazones". Y para ello, algunos han buscado la perfección técnica, incluso de forma obsesiva, enfermiza, como Arturo Benedetti Michelangeli (1920-1995), inalcanzable en el plano de la perfección instrumental y en su sentido de los matices sonoros del piano. O como Annie Fischer (1914-1995), capaz de repetir miles de veces un pasaje brevísimo, incluso de dos o tres notas, hasta conseguir el resultado buscado, tras poner a prueba todas las posibilidades de expresión, potencia, articulación y ataque. Otros, como Richter, explorarán los límites del instrumento hasta conseguir extraer de él los más dramáticos contrastes y los efectos más incendiarios. Y otros, como Rudolf Serkin (1903-1991), tal vez el más ascético de los pianistas, habrán luchado con el instrumento hasta ir despojando, poco a poco, toda subjetividad de su forma interpretativa, renunciando incluso a los hábitos de la seducción, para permitir escuchar mejor el canto profundo de las obras, en lo que con el tiempo ha cristalizado como un compromiso ejemplar con su arte y como muestra de integridad.


El dominio técnico del instrumento, con ser necesario, no parece, sin embargo, causa suficiente, como supo ver Vladimir Horowitz (1904-1989): "Yo no tengo la mejor mecánica técnica del mundo. Hay pianistas que la tienen mejor que yo, pero no dejan una fuerte impresión puesto que a su juego le falta variedad, una auténtica paleta instrumental. En esto soy diferente de ellos. La sonoridad de mi piano (los staccato, legato, portamento, pianissimo, piano, mezzo-forte, fortissimo) y la facultad de hacer veinte o treinta colores seguidos, esto es lo que yo poseo".


En el fondo, lo que está en juego es algo más, por indefinido que sea, que el dominio virtuoso de todas las posibilidades interpretativas del instrumento: se trata, más bien, de ese algo más añadido al simple oficio, por perfecto que sea, que tiene que ver con algo tal vez instransferible, imposible de comunicar y de enseñar, como Kant pensaba que sucedía con el arte del genio.


Entre los más grandes pianistas, los ha habido precoces, pero los ha habido también maduros, más bien corredores de fondo. Algunos se han limitado a un repertorio reducido, pero otros han recorrido el mundo que se abre con Bach y llega hasta Prokofiev. Los ha habido de memoria descomunal y, otros, célebres por sus equivocaciones. Algunos han permanecido fieles a una idea, que ha guiado siempre todas sus interpretaciones, más allá de la diversidad de estilos, y otros han hecho del respeto por la literalidad su bandera. Algunos fueron poderosamente intelectuales, pero otros basaron toda su fuerza en el poder de sus intuiciones. Algunos fueron comunicativos y expresivos, otros tal vez fríos. Cada uno a su modo inauguró un mundo, de forma que las partituras con las que se enfrentaron nunca volvieron a ser lo que habían sido antes de ellos.


Y todos ellos consiguieron el milagro de la simplicidad que escondía, y esconde todavía hoy, el enorme trabajo preparatorio, inconcebible a veces. Joseph Horowitz se enteró de que Arrau se había leído los Pickwick Papers de Dickens porque pensaba que podría clarificarle el sentido de uno de los preludios de Debussy, cuando lo encontró, le preguntó admirado: "¿Leyó casi mil páginas por un preludio de cinco minutos?". Arrau, con su flema habitual, le contestó: "Un poco menos, creo. Tres minutos". ¿Adivinamos, tal vez, tras una página de Beethoven de Annie Fischer todas las horas que la han precedido hasta que podamos escucharla como lo hacemos? ¿Somos capaces de intuir, tras el andante de la Sonata D 960 de Schubert con la que Brendel cerró el programa de su último concierto en Barcelona, la lección cultural que estaba regalando a su auditorio? ¿Tal vez lo inaccesible del genio, la raíz del poder de esta pléyade de pianistas, tenga que ver con el universo de referencias que se esconde detrás de cada acorde, de cada cadencia, de cada digitación?


¿Por dónde andan tantos otros del pasado, como Edwin Fischer, Wilhelm Kempff, Dinu Lipatti o Emil Gilels? ¿Qué es lo que nos deslumbra en Alicia de Larrocha, Daniel Baremboim, Maria Joao Pires, Krystian Zimmerman, Murray Perahia o Ivo Pogorelich? ¿Qué podemos esperar de Arkadi Volodos o de Evgeni Kissin, que no han cumplido todavía los cuarenta años? Cuando George Steiner se preguntó por la naturaleza del mito al publicar su estudio sobre Antígona, adivinó que los mitos se definen por su capacidad de interpelarnos más allá de su tiempo. Algo así sucede con ese inmenso legado, cada vez más accesible, de los más grandes pianistas. Una promesa de felicidad. Horas y horas de placer, capaz de llenar más de una vida.
Empezando las cumbres
Claudio Arrau, ante la tópica pregunta de qué disco se llevaría a una isla desierta si sólo pudiera escoger uno, no dudó en contestar que la versión que Alicia de Larrocha grabó de la suite Iberia de Albéniz. No es que el disco no sea un monumento discográfico, que lo es, pero admira que precisamente Arrau singularizara una elección para la que no faltan precisamente candidatos. Cuando de mitos se trata, ¿por dónde empezar, con qué contentarse? La respuesta siempre será "por las cumbres".


Liszt fue el creador del recital pianístico moderno, fuera del ámbito doméstico o palaciego, pero este alcanzó su estado ideal con la aparición del disco, gracias al cual aquellos acontecimientos evanescentes quedaron preservados para el futuro. Lo que antes del disco era pura leyenda, alcanzó, al convertirse en memoria sonora, la dimensión del mito. Hoy no podemos ni imaginar lo que Liszt debía hacer con su Sonata en si menor,la epopeya pianística por excelencia, pero el disco nos permite adivinarlo gracias a las versiones de referencia de Arrau, Brendel, Pollini y Argerich. Y, tras el Everest, puede empezar el desfile: grabaciones míticas de pianistas míticos. Una lista por fuerza incompleta, pues falta muchísimo más de lo que se cita, pero a juicio de los críticos más reputados lo que sigue es indiscutible. Salvo Brendel, Argerich y Pollini, los tres más grandes entre los vivos, las referencias corresponden a hitos del pasado.


Brendel es autor de tres integrales de las sonatas de Beethoven, lo que da muestra de su exigencia al explorar las posibilidades de una partitura, pero tal vez sus versiones de Haydn, los conciertos de Mozart con Mackerras y su Schubert (todo en Philips) muestren, de forma indiscutible, su altura como intérprete. Están, además, sus lecciones comentadas sobre Liszt y Schubert, en DVD, un lujo. Pollini conmocionó con sus recientes Nocturnos de Chopin,igual que ha sucedido con su último Chopin (reconocido como "Choc 2008"), pero ahí están, para quien quiera abismarse en el universo Pollini, los 12 CD que seleccionó Deutsche Grammophon (DG) para su 60 aniversario, escogiendo perlas de Mozart a Boulez. Argerich se prodiga sola muy poco, pero todo es de altura: imprescindible el filme Martha Argerich. Evening Talks (ya en DVD).


Gould es inevitable, como tópico es recordar sus dos versiones de las Variaciones Goldberg (1955 y 1981), un hito discográfico absoluto, aunque, por no salir de su Bach, es de justicia citar sus irresistibles Invenciones y sinfonías y la que para algunos es la cima de su discografía, las Toccatas.Aparte queda el disco dedicado a Brahms, con cuatro baladas y diez intermezzi (todo en Sony). A pocos pianistas les gustaría compartir párrafo con él, o sea que aquí se queda.

Horowitz continúa deslumbrando, empezando por su último recital en Hamburgo (DG), que viene a completar The last recording (Sony), un ejemplo de cómo el considerado mayor virtuoso del piano puso, a unos meses de su muerte, su corazón al desnudo. Y ahí están los 6 CD con las grabaciones completas de DG, pertenecientes a sus cuatro últimos años de vida (con Kreisleriana de Schumann y el concierto de Moscú de 1986). Y, claro, sus cimas incontestables: las versiones de Scriabin (EMI, RCA, CBS) y el tercer concierto de Rachmaninov (EMI).


El torrencial Richter continúa abrumando con el concierto n. 1 de Tchaikovsky (con Mravinsky) y el concierto n. 2 de Rachmaninov (con Sanderling), interpretaciones al alcance de muy pocos (Melodiya). Están sus conciertos de Prokofiev (sobre todo el quinto, con Maazel) y las sonatas (inalcanzables las 2, 6, 8 y 9). Y, claro está, sus apabullantes Études-Tableaux de Rachmaninov (Olympia). Recientemente, BBC Legends ha compilado tres recitales soberbios, tipo maestro dictando su lección. Y Bruno Monsaingeon ha filmado una película gloriosa, Richter. The Enigma,disponible en DVD.


Arrau hace su gran aportación a los hitos de la interpretación con sus versiones de las 32 sonatas para piano de Beethoven (Philips, 14 CD: incluye sus conciertos con Haitink y las magníficas Variaciones Diabelli de 1985). Está el segundo concierto de Brahms, con Markevitch (INA), su antología de Schumann o sus versiones de Chopin: los nocturnos y los dos conciertos con Inbal (todo en Philips), para muchos las versiones de referencia.


Benedetti tiene un álbum maravilloso (DG, 8 CD), con algunos hitos absolutos de la discografía, como su Debussy, así como algunos diamantes de Mozart, Beethoven, Schubert y Chopin que dan cuenta de su afán de perfección casi sobrehumano. Ytal vez nadie como él haya cincelado la inolvidable versión pianística de Busoni de la ciaccona de la segunda partita para violín de Bach (EMI).


Ya dijimos que no están todos. Sólo una muestra en nombre de las ausencias: la incomensurable Annie Fischer, sin duda la gran desconocida. Admirada por Richter y Pollini, el día y la noche, su Beethoven podría cerrar, sin discusión, cualquier lista de deseos. Pero hay más, mucho más.

Comentarios

Musica autista ha dicho que…
Excelente artículo. Me gusto mucho.

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