Fotografía: Historia de dos ciudades

Por Javier Montes

Cuando Arthur Fellig empezó a trabajar en Acme Newspictures, las chicas de la agencia de fotos le tomaban el pelo: era feo y ligón, y se prestaba a las bromas. Le preguntaban si tenía una güija para adivinar los asesinatos, los incendios y los atracos que eran el pan nuestro de cada noche en Nueva York, porque siempre era el primero en llegar a la escena del crimen. Se quedó con el apodo, pero Weegee no tenía tablero mágico ni hablaba con los muertos. Aunque sí los hacía hablar en sus fotos truculentas y con truco: gracias a sus contactos, había conseguido el privilegio de tener instalada en su coche una radio de la policía. La encendía para escuchar el sórdido programa nocturno, elegía el caso más prometedor y se lanzaba a la caza. «El crimen es mi negocio»: lo decía él mismo a las claras en Weegee por Weegee, su excelente autobiografía.

A sus anchas. Y realmente lo fue, sobre todo en los años treinta y cuarenta, cuando realizó en la ciudad la parte crucial de su trabajo. Weegee era un inmigrante judío y pobre que se movía a sus anchas en las calles de mala nota y los barrios de aluvión donde se hacinaban los refugiados de la guerra. Fue freelance y entendió desde el principio que para ganarse la vida vendiendo fotos a los tabloides y la prensa canalla no podía andarse con rodeos. Tenía que sacar la más morbosa, la más directa, la más chabacana. Se debía, como todo gran artista, a su público, y las instantáneas con cadáver se pagaban a 35 dólares: el precio de una buena cena o de una semana de alquiler.

No sólo fotografió cosas del hampa. Su olfato y su ojo para la foto que roba las portadas y agota la edición quedó claro desde el principio. Muy pronto sus compradores le permitieron realizar fotorreportajes enteros a su gusto. Y aquí pueden verse algunas de las series más famosas. Las de durmientes en las tórridas noches de verano en un Nueva York que se parece a Bombay: los borrachos en las aceras, los parados sobre los coches, las camadas de niños en los rellanos de las escaleras de emergencia de Little Italy. O las de los bares de mala muerte, los travestis y las juergas alcohólicas de la Bowery, el fondo de los bajos fondos de la ciudad.

Pero las fotos macarras de Weegee, su humor de pésimo gusto ante accidentes y desgracias (que reirían a carcajadas los mismos humillados y ofendidos en quienes se cebaba), su incorrección política tenaz e insolente no resumen del todo su visión del mundo. A veces su cámara admite también la ternura casi tímida, la compasión solidaria, la maravilla ante los momentos de belleza robada en el tabuco más roñoso.

De espaldas a la pantalla. La Paramount le encarga fotografiar sus salas de cine, y Weegee da la espalda a las películas estilizadas para dirigir su objetivo con infrarrojos al público en las butacas, muy real: las parejas que se dan el lote con ansia; las ancianas con arrugas de muchos años de mala vida en la cara que ríen con toda su inocencia intacta; las cinco jovencitas con poco futuro (y ya de vuelta de todo) que fruncen los labios en forma de «o», boquiabiertas.

A veces también sabe devolver la dignidad al criminal arrestado, y desenmascarar al público que condena los mismos crímenes que se apiña para contemplar. Ése que ante la cámara de Weegee se revela como lo que es: hipócrita, semejante y hermano del asesino o el violador. Nadie se salva: ni las arpías enjoyadas de la alta sociedad llegando a la ópera, ni los niños excitados que miran al fiambre en la acera de la foto famosa de 1936, ésa de título negrísimo: «Su primer asesinato provoca inquietud, lloros, gritos, curiosidad y risa alrededor de una mujer que se lamenta».

Porque los pies de Weegee son parte indispensable de cada foto (y es una lástima que en esta expo, que trasluce cierto descuido en el montaje y en el catálogo, estén traducidos con tantos errores). Sudan sal gorda, sarcasmo y un humor deadpan que no puede ser más amargo. El foto-letrero que reza secamente «Nueva York es un sitio simpático»; el bloque de pisos inundado por las mangas a presión de los bomberos sobre el anuncio de sopa instantánea que dice «Basta con añadir agua hirviendo»: No se puede hacer una broma, realmente, más chusca y de peor gusto. O sí, porque es el mismo de sus caricaturas de celebridades retratadas con su Weegeescopio, una lente soez que da en el clavo al deformar y se lleva a Nueva York, sin saberlo, los espejos esperpénticos del Callejón del Gato madrileño.

LLegar pronto, irse tarde. Cuelga aquí otra de sus fotos más famosas (y con otro pie de laconismo insuperable). Las hordas de un día de agosto en la playa de Coney Island, verdadera imagen infernal del ocio de clase baja. Se titula Llegaron pronto y se fueron tarde. Y uno piensa, claro, en aquella boutade esnob que se atribuye a Coco Chanel: aquello de que una gran dama debe llegar la última e irse la primera de cualquier diversión. Pero los bañistas apiñados no piensan renunciar -como Weegee- ni a un segundo de la diversión de un domingo ganado con mucho esfuerzo.

Las fotos de Weegee y sus fotografiados son exactamente las antípodas de esa alta sociedad de grandes damas que retrataba su contemporáneo Steichen (que, sin embargo, tuvo el buen ojo de exponer el MoMA y de comprar sus obras desde el principio). Weegee tuvo algunos pares y mil imitadores, pero no se parece a nadie. Menos perverso que Diane Arbus, menos refinado que Robert Frank, más chusco que Friedlander, más basto que Dorothea Lange y todos los fotógrafos de la FSA. Weegee retrata una Nueva York que es una América y hasta un mundo en pequeño, y que hoy espeluzna más que nunca: en su planeta, la Gran Depresión no es algo excepcional ni pasajero. Es un malestar crónico con el que se aprende a convivir, o se revienta.

http://www.abc.es/abcd/noticia.asp?id=11726&num=896&sec=36

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