Debate: "Los museos están a medio camino entre Disneylandia y la Iglesia"
Entrevista a Mijaíl Piotrovski, director del Museo de L'Hermitage
Ni un paso atrás en la defensa de la cultura y el buen gusto. Valiente, sólido y provocador. Lleva dos décadas al frente del Ermitage de San Petersburgo, cargo que 'heredó' de su padre.
JESÚS RUÍZ MANTILLA 27/02/2011
Ni un paso atrás en la defensa de la cultura y el buen gusto. Valiente, sólido y provocador. Lleva dos décadas al frente del Ermitage de San Petersburgo, cargo que 'heredó' de su padre.
JESÚS RUÍZ MANTILLA 27/02/2011
El primer lugar al que acudió andando Mijaíl Piotrovski fue el Hermitage. No solo quedaba cerca de su casa. Su padre trabajaba allí y lo dirigió durante 26 años. Ahora, Piotrovski lleva las riendas del museo más emblemático de Rusia. Lo hace desde 1992 y heredó el cargo de su padre precisamente. Este arabista con las ideas claras y pasión por la política cultural ha hecho posible, junto al director del Museo del Prado, Miguel Zugaza, un intercambio entre ambas instituciones que será clave para el año España-Rusia. Una gran ocasión para entender su visión de lo que debe ser una gran casa de cultura en el mundo moderno.
Según Piotrovski, el papel de los grandes gestores del arte debe estar a medio camino entre la diplomacia y la provocación. Por eso no calla a la hora de denunciar el mal gusto de los dirigentes de su país y frenar a quien se le ocurra montar una pista de patinaje en la plaza del museo, o promover exposiciones de sus tesoros en Las Vegas y lanzar lo que él llama sputniks, concebidos para una misión de expansión cultural rusa con la marca del Hermitage por cualquier parte del mundo.
Mijaíl Piotrovski pertenece a esa clase de San Petersburgo que defiende a toda costa la vocación europea de su país alentada por Pedro el Grande. Pero sin perder de vista a Asia. Es consciente de que Rusia resulta demasiado grande, tremendamente vasta como para andar por el mundo con solo una cara. La que él muestra es la más amable y la más grandiosa. Las joyas del arte ruso que guarda desde tiempos inmemoriales el museo que dirige.
Si las cosas que dice usted las pronunciara cualquier responsable de una institución cultural española, se comentarían de lo lindo. Parece que no tiene pelos en la lengua. Para dirigir un museo como el Hermitage, ¿no conviene ser menos provocador y más diplomático?
Ambas cosas. Las dos.
Es que en España se estila solo lo diplomático.
En mi caso, no solo. Las dos formas valen. La diplomática es fundamental porque los grandes museos son un vehículo para mejorar las relaciones internacionales. Pero es que somos también educadores. Y somos educadores de buen gusto. Eso es algo fundamental que no cabe describir. Si fuera posible, diríamos que se trata de aquellas cosas que son factibles y que pueden hacerse en todo momento.
¿Podría explicarse más claro?
Pues, por ejemplo, si alguien propone montar una pista de patinaje en la plaza del Ermitage, resulta tal barbaridad que ni siquiera te puedes rebajar a discutirlo. Un lugar donde hay una estatua que rememora la victoria sobre Napoleón, un sitio sagrado para los rusos utilizado con ese propósito, es que no se debe entrar ni a discutir. Hay cosas que se pueden hacer y otras que no, si te crees con cierto nivel cultural. Existe el arte y el espectáculo. Hay realidad y realidad virtual, objetos tangibles y copias. Es diferente, y nuestra obligación es mostrar esos matices por el bien de los países donde desarrollamos nuestras actividades. Ahí es donde debemos ser provocadores. No podemos rebajarnos a la onda del doctor Spock para educar niños. No. Debes provocar sobre lo que te parece mal y decir que lo que encuentras idiota lo es.
Ya.
Bueno, quizá diplomáticamente, pero simplemente advertirlo. Es un mal generalizado en todas partes, tenemos gente instalada en el poder que no entiende lo básico. Son los que se han metido en política desde los negocios.
La vía Berlusconi.
Por ahí, más o menos. Aunque creo que él es un buen político.
Puede, pero quizá no con el gusto adecuado.
Eso sí, pero no quiero entrar en casos personales.
Vale.
A lo que me refiero es que, en general, este tipo de líderes no es capaz de distinguir entre sus intereses particulares y los generales. Quizá en Rusia vamos muy escarmentados por haber llegado de una época comunista, pero lo que deben saber es que existen cosas que van más allá de su entendimiento, de su gusto, su sensibilidad o sus intereses. Y esto es muy difícil.
Esta clase de políticos arribistas ¿cuándo se instalaron en el poder en Rusia?
A principios de 2000.
¿Y cómo son?
Bueno, pues aplican a la política los mismos principios y bases que aplicarían a sus negocios. No es que sean mafiosos, pero es que no entienden que en países como Rusia hay intereses generales que van más allá de sus beneficios. Putin ha corregido algo eso. Creía, como nosotros, que para reforzar una nueva fuerza cultural rusa era preciso recurrir a instituciones con mucho peso histórico que impidieran al país echarse en los brazos del show business, de lo más popular. Mostrar lo correcto y lo más recto.
¿Y quién sabe dónde se encuentra eso?
Bueno, para mostrarlo están los museos. Hoy tenemos herramientas para multiplicar nuestra fuerza formadora. Las nuevas tecnologías nos pueden acercar cualquier museo desde todas las partes del mundo y observar sus obras al detalle, con alta resolución.
Incluso con más definición que la realidad misma.
De forma irreal, diferente, porque los artistas no consiguieron tanto efecto para el ojo como lo que han logrado reproducir las tecnologías. Pero aun así, la gente hace colas en los museos porque quiere verlo y sentirlo en vivo.
Quizá comprobar en persona aspectos de los que dudan en sus ordenadores.
En parte. Ver lo auténtico, el objeto, porque lo virtual no es real. No se puede comparar con el original. No contiene la misma potencia, la misma energía.
Pasa lo mismo con el teatro. ¿Por qué la gente se abalanza sobre ellos? ¿Por las mismas razones?
Por lo mismo. Lo quieren, lo piden, lo desean. Y debemos conducirles bien para que lo disfruten. Porque lo que guardamos en los museos son bienes fundamentales para ensalzar la sensibilidad de la gente. De vez en cuando hay que acercarse a contemplarlos, y si se hace a menudo, quizá las decisiones que tomamos en la vida sean mucho más correctas que si no lo hacemos.
¿Se empieza por educar el gusto, después la sensibilidad y luego las formas? ¿En ese orden?
Absolutamente.
Ya, pero fíjese en Hitler y Stalin. Adoraban el arte, la música, ¿y...? A veces la cultura no posee la llave de la bondad.
Desde luego. Las decisiones guiadas por la belleza son provechosas, incluso en economía. No al 100%, pero hay muchos casos que nos muestran que ha sido así, que el arte ha ayudado a guiar. Incluso Hitler y Stalin, aunque fueran dos tiranos, llegaron a tomar decisiones políticas y económicas buenas.
Digamos que más que buenas, fueron...
Efectivas, sí, mejor. Porque es Dios, según los árabes, quien toma decisiones bellas.
¿Adónde pueden llegar con su mal gusto estos dirigentes que usted tanto teme? Muchos han surgido a la sombra de Putin.
Bueno, sin generalizar. Putin tiene buen gusto. Cuando le llevaron al Kremlin al tomar el poder y le mostraron estancias recién restauradas con algo de pomposidad, le preguntaron si le gustaba y cómo se sentía, y él respondió: "Bien, pero, en fin, he estado en el Hermitage". El problema son los que han llegado al poder jóvenes y no han tenido tiempo de pasearse por los museos. Algunos son coleccionistas, pero no es lo mismo. No le dan la importancia que se merece. Los hay que piensan que no deben tener peso en la opinión quienes visitan los museos porque son una minoría, mientras que los millones que solo ven la televisión valen más. No han tenido tiempo en la vida para más cosas que para enriquecerse, y de ahí asaltar el poder.
¿Sin tiempo de ir a un museo?
Simplemente sin tiempo para sentarse y pensar. Sentarse y pensar.
Contemplar.
Esa es la palabra correcta. Y no son los jóvenes; a los jóvenes les interesa la cultura. Pero en lo que respecta al Ermitage, a los mayores también. Son más reacios al arte contemporáneo, pero van a las exposiciones, sienten curiosidad. Son las generaciones maduras las que fallan más, por falta de tiempo, imagino.
Ese discurso suyo del buen gusto o el mal gusto se viene un poco abajo cuando los tesoros del Hermitage viajan ni más ni menos que a Las Vegas, la meca de la horterada.
Le explico. Tenemos un proyecto llamado El Gran Hermitage. No supone mucho gasto, son exposiciones que giran por el mundo. Dentro de eso incluimos lo que llamamos Sputniks. ¿Por qué me gusta llamarlo así? No solo por ser un concepto ruso universal, sino porque se asemejan a ellos. Como los satélites, se lanzan, cumplen su objetivo y se destruyen o cambian de órbita. Tuvimos el Ermitage Londres, que duró siete años y lo autodestruimos. En Italia, otro proyecto. Con esos fondos recaudados hacemos luego exposiciones de arte contemporáneo en Rusia. Variamos los programas. El objetivo es extender la marca. ¿Qué hicimos en Las Vegas? Junto con el Guggenheim, pensamos que esa ciudad es el colmo de la posmodernidad.
¿El vicio de la copia?
No solo. Copian con intenciones posmodernas, copian para crear una personalidad propia, crean y destruyen. No es una copia estática e inamovible. Se encuentra en constante cambio, transformación. Allí hemos hecho tres o cuatro muestras, y ahora nos vamos a mover.
¿Adónde? ¿A Disneylandia?
No, a Vilna. En Lituania. Probamos Disneylandia, pero era muy complicado... Es broma. Hay que ser un poco agresivo en este mundo. A veces funciona. Otras no.
Uno corre el riesgo de que no le entiendan con esa agresividad. Pero ¿a quién le importa?
Muchas veces es darles flores a los cerdos. El caso es que tenemos una misión que cumplir. A menudo acertamos y otras veces fracasamos, ¿y qué? Con lo de Las Vegas conocí a muchos americanos que me dijeron: "Nunca hemos estado en Las Vegas ni lo habíamos planeado, pero esto nos ha animado a venir".
¡Bien por Las Vegas! Pero ¿no corre el riesgo de que se traspase la frontera entre museo y parque temático?
Muy importante. Pero esa confusión ya la estamos viendo en los mismos museos sin necesidad de ir a Las Vegas. ¿Qué es un museo? Una institución que se encuentra a medio camino entre Disneylandia y la Iglesia.
Buena definición, sí señor.
No somos la Iglesia, no somos un lugar sagrado. Pero debemos acercarnos en estos tiempos más a eso porque nos hemos movido demasiado hacia Disneylandia. También somos santos.
Bueno, los museos en cierto modo son una especie de templos de la ciudadanía.
Cierto. Incluso podemos dejar entrar a los creyentes. Debemos recuperar esa sensación de santuario. Durante mucho tiempo han sido esos lugares donde la gente iba a olvidarse del estrés y disfrutar de la vida, pero deberíamos restaurar ciertas normas olvidadas. Deben ser espacios que te hagan sentir bien, pero con sus reglas.
Un cierto rito. Puede comenzar por aguantar las colas, que cada vez son más grandes.
Claro. La gente se queja porque no abrimos todas las puertas. Es imposible. La cola puede ser parte del rito.
Usted mamó el arte desde pequeño. Su padre fue director del Hermitage y usted 'heredó' el puesto. Piotrovski I y Piotrovski II.
Fue director del museo durante 26 años. Pero trabajó allí toda su vida, era un reputado arqueólogo. El relevo se produjo en tiempos de la perestroika, cuando todo estaba por hacer.
¿Y había cierta necesidad de crear dinastías?
Lo que los norteamericanos llaman family business.
En los países monárquicos preferimos llamarlo dinastía.
Bueno, el caso es que en aquel tiempo las autoridades decidieron que debían dejarlo en manos de una familia de confianza.
¿Cuáles son sus recuerdos del Ermitage cuando era niño?
Sencillamente, el primer lugar al que recuerdo haber ido andando es al Ermitage.
¿Estaba predestinado?
No tanto, quizá. Era solo que mi padre trabajaba allí. Yo luego me hice arabista, ese es mi trabajo; mi hobby, dirigir el Hermitage. Recuerdo a la gente que trabajaba allí en los años cincuenta, los sesenta. He conocido tres generaciones de trabajadores del museo. Los que pertenecían a la de mi padre adoraban el arte y eso les servía para evadirse de la situación política que vivía el país. Luego las cosas fueron cambiando. Unas libertades se fueron ganando y otras se fueron perdiendo.
¿Qué quiere decir?
Sencillamente, cuando careces de absoluta libertad para expresarte públicamente, te sientes muy libre por dentro. Si las circunstancias y los contextos, como el que vivíamos en la URSS, no permiten tu libertad en la vida y además te oponías a ello, construye la tuya propia y trata de vivirla. Hay que elegir. Por ejemplo, ese debate constante sobre dónde nos posicionamos en el mundo. Si somos Asia o Europa. Si nos consideran esa ventana al Este y al Oeste... Algo incorrecto; somos una institución rusa con vocación europea. Pero son cosas que no me quitan tiempo; sencillamente, cumplo mi trabajo.
¿Sin hacerse líos?
Sí, o inspirándome en cosas del pasado que he decidido recuperar. Por ejemplo, recuerdo una gran exposición que se hizo en tiempos sobre el antiguo México y que hemos repetido. La cultura precolombina debe ser entendida desde Rusia y el eurocentrismo. Otra fue la campaña de Napoleón en Italia; como debe hacerse, no con el triunfalismo militar al que nos hemos desviado en los últimos tiempos, sino con toda la complejidad, las luces y las sombras que estas cosas llevan dentro. Otra exposición sobre Picasso. Recordaba el impacto que sentí la primera que la vi en 1956 y el año pasado la repetimos. Muy especial. Aquello me hizo comprender de golpe lo que era el arte contemporáneo.
Usted sostiene que la identidad de su museo debe ser enciclopédica. ¿No resulta difícil defender ese concepto?
La idea es no separar una concepción de Rusia presente en la institución del mundo que le rodea y del que forma parte.
Como arabista, ¿qué opinión tiene de las revueltas recientes en Túnez y Egipto?
Bueno, muy sanas. Creo que lo están disfrutando, pese a la tragedia. Yo estudié en Egipto en los años sesenta y fui testigo de muchas revueltas. Pero desde entonces no habían podido volver a mostrar lo que realmente sentían. Lo que han hecho las clases cada vez más formadas y cultas es expresar lo que sienten en la calle. Muy importante. Mostrar eslóganes, salir a las plazas a protestar.
Con un aire muy natural...
Simplemente, así, normalmente.
Es que parece todo mucho más sencillo de lo que nos lo habían pintado. En el fondo, ¿qué quieren? Vivir bien, en progreso y libertad, como todo el mundo, como ustedes a finales de los ochenta.
Libertad y oportunidades. Nada más y nada menos.
Y esa manía del enfrentamiento de civilizaciones que nos querían vender, ¿cómo se sostiene a partir de ahora?
Eso es un arma política, pero no tan real. Se lo he dicho en mi visita a Madrid a Javier Solana. Tantos años alertándonos sobre el peligro islamista, islamista e islamista. ¿Y qué tenemos? Un movimiento civil, social, cultural, nada que ver con la religión. Eso se puede lanzar como un arma, como una bandera, pero en el fondo de todo, ¿qué late siempre? Las demandas sociales, la aspiración al progreso y la prosperidad. Se puede cubrir con la ideología que quieras, pero en el fondo siempre queremos lo mismo.
Volviendo a Rusia. Usted, como guardián de las esencias del alma de su pueblo en el Ermitage, ¿ha cambiado mucho esa manera rusa de estar en el mundo?
No tanto. ¿Qué es Rusia? ¿Europa? Quizá no al 100%. Pero este pueblo hizo una elección en los tiempos de Pedro el Grande. Acercarse más al viejo continente que a Asia. Y fue una decisión correcta. Nuestro museo fue una de las cosas que debían prestarse al desarrollo de esta opción. San Petersburgo se construyó con esa filosofía. Un faro para vigilar a ambos lados. Una ciudad occidental construida donde a nadie se le hubiera ocurrido para mostrar los resortes de un gran poder en esta parte del mundo. ¿Cuáles eran? Un gran ejército, una economía potente y ¿qué más? Un gran museo. Pedro el Grande era consciente de su dimensión por haber reunido una gran colección artística. Formar un museo era clave para demostrar grandeza. ¿Se imagina en aquellos tiempos reunir todo eso y hacerlo traer a San Petersburgo? Si ahora es difícil, entonces ni le cuento. Pero se hizo como parte de esa vocación europea elegida para Rusia. Pero no es la única. Rusia sigue teniendo dos caras. Con una no somos nada. La otra cara es la asiática. Moscú es parecido a Estambul. Estambul se decanta más hacia Asia, pero puede suavizar esa vocación con aires europeos.
¿Cree que los europeos han comprendido sin prejuicios esa vocación?
Unos sí y otros no. Los hay comprensivos, pero también muy arrogantes. Lo que queremos es hacernos comprender. Tampoco creo lo que se mantenía en la época de Gorbachov, que compartíamos la casa europea. No, compartimos ese mundo y vivimos al lado, pero somos demasiado grandes como para compartir una sola casa. Podemos ser buenos vecinos, eso sí. Pero la comprensión debe ser mutua.
Para empezar, persisten dudas en Europa sobre la fortaleza democrática de su país. ¿Está afianzada?
Bueno, ¿en qué consiste la democracia? En seguir el dictamen de las mayorías. Pero no siempre estas tienen razón. Las bases de nuestra democracia están afianzándose. Aunque hubo muchos problemas. Con los dirigentes, por ejemplo. En los años noventa conseguimos que una gran parte de ellos fueran delincuentes. Con votos. Ya hemos pasado esa página.
¿Cómo?
Con Putin marcando algunos límites que consiguieron cierto equilibrio. Por un lado utilizó autoridad y fuerza, servicios de seguridad; por otro, cierta confianza en la cultura; un poco de esto y un poco de aquello trajo orden al país. Con el orden llegó también garantía democrática, la suficiente como para que el país no fuera destruido por el caos. El control no siempre está asegurado en mi país, pero, en líneas generales, la Rusia de hoy se presta a más confianza que la de la época de Yeltsin. Aunque respeto mucho su figura y fue generoso con el Hermitage. Sé que tuvo que soportar una mala imagen, de loco y de borracho, que no fue tanto y que no debe empañar sus decisiones más inteligentes. Pero ¿ve?, en aquella época habría ido todo mucho mejor si se hubiera contado con la cultura como elemento dinamizador.
Entre el arte y el Corán
Mijaíl Borisovich Piotrovski nació en Yerevan (Armenia) en 1944, pero creció en el oscuro Leningrado de la posguerra y el estalinismo. El arte le sirvió para desgajarse de aquella atmósfera opresora. Su padre fue director del Ermitage entre 1964 y 1990. Pero él se volcó en el arabismo y se doctoró en esa rama tras pasar dos años en El Cairo.
Ha participado en excavaciones en el Cáucaso, Asia central y Yemen. Ha publicado estudios sobre el Corán, el arte islámico y sagas como las del rey yemení Asad. Es miembro de la Academia Rusa de Arte y preside la Unión de Museos de su país. Ha sido distinguido además con diferentes condecoraciones en Rusia, Holanda, Suecia, Fancia, Italia, Polonia, Japón y Estados Unidos. Incluso fuera de la órbita terrestre: en 1997, un planeta menor fue bautizado Piotrovski por la Unión Astronómica Internacional en honor del padre y el hijo.
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