Documental: 32.000 años de películas
CRÍTICA: 'LA CUEVA DE LOS SUEÑOS OLVIDADOS'
"Werner Herzog logra destilar la fuerza y el sentido de esa escena en un ambicioso trabajo documental que transmite al espectador el vértigo del tiempo"
En una de las secuencias de la inagotable Roma, de Federico Fellini, los constructores de una línea de metro descubrían una casa romana de dos mil años de antigüedad perfectamente conservada al abrigo de la luz. Se establecía una efímera comunicación a través del tiempo entre las miradas de los intrusos y los personajes dibujados en los frescos que decoraban los muros… hasta que la irrupción del aire exterior hacía desaparecer esas imágenes ante el ojo de la cámara. A través del artificio, Fellini construía un momento mágico sobre la fragilidad de la memoria y la implacable erosión del tiempo. En cierto sentido, La cueva de los sueños olvidados, de Werner Herzog, logra destilar la fuerza y el sentido de esa escena en un ambicioso trabajo documental que transmite al espectador no solo el vértigo del tiempo, sino también la sensación de estar, por delegación, en un espacio frágil y sagrado: el lugar en el que hombre —o lo que acabaría siendo el hombre— descubrió la trascendencia y ejercitó por vez primera, haya o no un dios, la espiritualidad.
El lugar es la cueva Chauvet, situada en Ardèche, al sur de Francia: una catedral del Paleolítico, cuyo acceso está vedado al público general. Solo los arqueólogos y paleontólogos que trabajan sobre el terreno para documentar y analizar los restos fósiles y los objetos artísticos encontrados en el lugar tienen acceso al enclave, pero durante un muy limitado número de jornadas al año y bajo un estricto protocolo de funcionamiento. Werner Herzog consiguió que el ministro de Cultura francés le concediera el permiso para entrar en la cueva Chauvet con un escueto equipo de rodaje. Allí, junto a las fascinantes personalidades de quienes trabajan dialogando con los albores de la humanidad, el cineasta descubrió algo que puede sonar a boutade, pero no lo es (basta ver la película para comprobarlo): las sofisticadas pinturas sobre las paredes de la caverna, dispuestas sobre diferentes planos y, a menudo, creando la ilusión del movimiento de las figuras, parecían la demostración palpable de que el cine podía contar con 32.000 años de antigüedad. El movimiento de las antorchas sobre esas escenas dispuestas en relieves rocosos como una superproducción precinematográfica para una sensibilidad cromañón.
Reticente a usar la tecnología 3D, Herzog fue convencido por su director de fotografía para rodar la película en tres dimensiones, decisión que obligó a customizar el equipo de cámaras para adaptarlas a las exigencias del territorio. Si en Pina, Wim Wenders usaba el 3D para ser fiel al pulso con el espacio que mantenía el cuerpo de los bailarines, aquí Herzog logra el efecto prodigioso de trasladarnos el lugar secreto en el que nunca podremos entrar, pero en el que empezamos a ser lo (mejor) que somos.
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