Virginia Woolf, una voz que marcó el siglo XX
A 80 años de su muerte, la autora de Las olas sigue fascinando por su obra, moderna e inagotable, y por su vida junto al legendario grupo de Bloomsbury
Virginia Woolf, escritora inglesa de cuya muerte se cumplen 80 años, fue una de las grandes figuras literarias del siglo XX y también el centro de un mundo estético del que solo queda su recuerdo y algunas obras que han resistido justificadamente el paso del tiempo.
Virginia reunió en su persona la inteligencia y la belleza heredada de sus progenitores: alta, elegante y frágil, con un rostro en el que predominaba la línea de los huesos y una mirada lánguida y delicada. Junto a estos dones tuvo una frágil salud mental, con recaídas periódicas en las que sufría alucinaciones y oía voces. Cada vez que terminaba alguno de sus libros, la enfermedad amenazaba con recomenzar.
Los Woolf (Virginia Stephen reemplazó su apellido paterno por el de Leonard Woolf, su marido) fueron durante años un punto de referencia en la vida intelectual inglesa. Su núcleo de amistades, conocido como el grupo de Bloomsbury, reunió a los nombres más importantes del arte, la literatura, la economía y la ciencia de su país. Eran jóvenes, talentosos, prometedores y sin prejuicios; casi todo parecía estarles permitido, a pesar de que se movían en una sociedad que cultivaba aún el puritanismo de la era victoriana.
“La leyenda de Bloomsbury –el relato de cómo Virginia y Vanessa Stephen emergieron de un entorno victoriano lúgubre y patriarcal y acabaron convertidas en las figuras centrales de un luminoso grupo de escritores y artistas adelantados a su tiempo y libres de espíritu– toma su argumento del mito del modernismo. Ambos, leyenda y mito, trazan un movimiento de la oscuridad a la luz, de una fealdad rimbombante a una belleza sin adornos, de un realismo fatigado a una vital abstracción, del atraso social al progreso social”, dice la periodista y escritora estadounidense Janet Malcolm en “Una casa propia”, texto que integra el libro Cuarenta y un intentos fallidos. Ensayos sobre escritores y artistas.
Virginia se había casado a la edad de 30 años y poco después terminó de escribir su primera novela, seguida de una grave postración que duró casi dos años. Una década después, su nombre gozaba de un prestigio sólido que fue creciendo hasta el final. El núcleo de sus novelas y ensayos responde a su preocupación central: la mujer y su lugar en la sociedad. Su novela La Señora Dalloway cuenta un día en la vida de una mujer de cincuenta años. En Orlando, una bigrafía (1928), el protagonista se convierte en mujer. En Un cuarto propio expone sus reflexiones en torno a las mujeres y al feminismo; en Flush (1933) narra, a través de la mirada de un cocker spaniel, la historia de la escritora Elizabeth Barret, unida con el poeta Robert Browning, que la secuestra del N° 50 de Wimpole Street para casarse con ella y librarla de la tiranía paterna. Este libro le sirvió de modelo a Manuel Mujica Lainez para escribir Cecil (1972), novela autobiográfica en la que el escritor argentino cuenta su vida en “El Paraíso”, su casa en las sierras de Córdoba, no de manera directa sino a través de la voz de un galgo tímido que llevaba su nombre en honor de Cecil Beaton y que le había regalado Miguel Ángel Cárcano.
En la novela Las olas, de 1931, Virginia desarrolla la técnica del monólogo interior, en un relato a voces que tendrá una gran influencia en la narrativa del siglo XX.
Virginia Woolf tuvo contacto con la Argentina a través de una amistad casi siempre epistolar con Victoria Ocampo. Pero nunca estuvo en nuestro país, lo que le permitió mantener la ilusión de que estaba poblado de enormes mariposas multicolores. En su imaginación, Buenos Aires era una ciudad en la que siempre hacía un calor difícil de soportar y en la que los animales salvajes se paseaban libremente.
Victoria Ocampo ansiaba conocer a Virginia; el encuentro se produjo el 26 de noviembre de 1934, en una exposición del fotógrafo Man Ray, a la que Victoria había sido invitada por Aldous Huxley. Virginia tenía entonces 52 años de edad; Victoria, 44. Se sabe que la Woolf la acosó a preguntas: quería saberlo todo acerca de la fundadora de la revista Sur, quien le inspiró la siguiente frase descriptiva: “La opulenta belleza de la millonaria de Buenos Aires”.
Gracias al matrimonio Woolf, Victoria conoció a varios de los integrantes del grupo de Bloomsbury y al poeta Wystan Hugh Auden.
En la correspondencia que mantuvieron, a veces Virginia escribía mal el apellido de Victoria y ponía Okampo, con k, lo que seguramente molestaba a la destinataria.
Fue Victoria quien se entusiasmó por traducir los libros de Virginia, a pesar del escepticismo y el recelo de la escritora inglesa, que daba casi por segura la falta de interés de los lectores sudamericanos por su obra. En su libro Victoria Ocampo, el mundo como destino, María Esther Vázquez recuerda que Orlando apareció publicado en castellano en 1937 y, al año siguiente, Un cuarto propio, ambos traducidos por Jorge Luis Borges. Años más tarde, Borges reconoció, en una conversación pública con Osvaldo Ferrari, que este último libro lo había traducido Leonor Acevedo, su madre, y que ambos se revisaban mutuamente las traducciones. A Borges, Un cuarto propio, un alegato a favor de las mujeres y el feminismo, le había interesado menos: “Como yo soy feminista –agregó– no requiero alegatos para convencerme”.
Respecto de Orlando, opinaba: “Es la novela más intensa de Virginia Woolf y una de las más singulares y desesperantes de nuestra época […] La magia, la amargura y la felicidad colaboran en este libro”.
Luego de su casamiento, Virginia se volcó por entero a escribir, pasión alterada por las dos grandes guerras que asolaron a Europa. Durante la primera de ellas, en 1914, Virginia era aún joven y su salud estaba mejor. Al promediar la Segunda Guerra Mundial era una mujer cercana a los sesenta años y con los nervios destrozados. Al horror general se le sumaban las desgracias domésticas que ella y su marido habían padecido; un bombardeo había destruido la librería y la casa de los Woolf; otro, había hecho lo mismo con su casa de campo, en los Downs.
Alguien ha dicho que hay dos maneras de ir hacia la muerte: de prisa o despacio. Virginia Woolf elegiría este último camino. Acababa de terminar Entre actos, publicada póstumamente en 1945, novela en la que había depositado una gran esperanza. Pero el ala de la locura volvía a rozarla. No podía soportar la idea de una recaída en su enfermedad y el miedo renovado de perder la razón. Aquella mañana final –era el 28 de marzo de 1941 y apenas despuntaba la primavera–Virginia se sentó a escribir dos cartas: una destinada a su hermana Vanessa (madre de Quentin Bell, quien en 1972 escribiría una extraordinaria biografía de su tía Virginia) ; la otra, a su marido. Le decía a Leonard que estaba segura de volverse loca y que no podría soportar esta nueva prueba. Eso era todo. Luego, salió de la casa.
Su último acto fue caminar lentamente, con el bastón que solía usar en sus paseos por el campo, hasta un pequeño río, el Ouse. Después se dejó arrastrar por la corriente que la llevaría a un mundo menos cruel, como si las correntosas aguas fueran un símbolo del Tiempo que todo lo muda y cambia. El bastón apareció poco después, pero el cuerpo de la escritora demoró tres semanas en ser encontrado. Virginia Woolf había llenado los bolsillos de su abrigo con piedras pesadas.
La noticia del suicidio sorprendió a Victoria Ocampo en Mar del Plata. “Sufrió mucho y, con la generosidad de siempre, se lamentó de no haber sido capaz de retribuir lo mucho, lo valioso que Virginia le había dado”, añade María Esther Vázquez. Años más tarde, en 1954, Victoria Ocampo escribió Virginia Woolf en su diario, cuando aparecieron fragmentos de ese diario privado que Leonard, el viudo, hizo público. De este modo, se cerraba la relación entre dos mujeres que tenían mucho en común y que la escritora argentina sostuvo con admiración y fervor.
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