Los cuentos completos de Clarice Lispector
Acaban de aparecer los Cuentos completos de Clarice Lispector, en una
edición del Fondo de Cultura Económica. Como muestra de su talento
hipnótico, se publica aquí un breve relato, "Perdonando a Dios", donde
el lector se desliza de menor a mayor por su escritura y su impronta
filosófica.
Por Clarice Lispector
Iba caminando por la avenida Copacabana y miraba distraída los edificios, un retazo de mar, la gente, sin pensar en nada. Todavía no me había dado cuenta de que en realidad no estaba distraída, tenía una atención sin esfuerzo, estaba siendo una cosa muy insólita: libre. Lo veía todo y al azar. Poco a poco empecé a notar que estaba notando las cosas. Mi libertad entonces se intensificó un poco más sin dejar de ser libertad. No era un tour de propietaire, nada de aquello era mío, ni yo quería que lo fuese. Pero creo que me veía satisfecha con lo que veía.
Tuve entonces un sentimiento del que nunca había oído hablar. Por puro cariño me sentí la madre de Dios, que era la Tierra, el mundo. Por puro cariño, tal cual, sin ninguna prepotencia o gloria, sin el menor sentido de superioridad o de igualdad, yo era, por cariño, la madre de lo que existe. Supe también que si todo aquello “era realmente” lo que yo sentía –y no un posible equívoco del sentimiento- entonces Dios, sin ningún orgullo, sin ninguna pequeñez, se dejaría querer, y sin ningún compromiso conmigo. Le resultaría aceptable la intimidad con la que yo le daba mi cariño. El sentimiento era nuevo para mí, pero muy seguro, y la única razón por la que no se había dado antes era porque no había sido posible. Sé que se ama lo que es Dios. Con un amor grave, un amor solemne, con respeto, miedo y reverencia. Pero nunca me habían hablado de un cariño maternal por Él. Y así como mi cariño por mi hijo no lo reduce sino que incluso lo ensancha, del mismo modo ser la madre del mundo era mi amor simplemente libre.
Y entonces estuve a punto de pisar una enorme rata muerta. En menos de un segundo estaba erizada por el terror de vivir, en menos de un segundo toda yo me astillaba en pánico y contenía como podía mi más profundo grito. Casi corriendo de miedo, ciega entre la gente, acabé en la otra cuadra, recargada en un poste, cerrando violentamente los ojos, que ya no querían ver. Pero la imagen se adhería a mis párpados: una gran rata pelirroja, con la cola enorme, con las patas aplastadas y muerta, quieta, pelirroja. Mi miedo desmesurado a las ratas.
Toda temblorosa, logré seguir viviendo. Toda perpleja, seguí caminando, con la boca infantilizada por la sorpresa. Traté de cortar la conexión entre los dos hechos: lo que había sentido unos minutos antes y la rata. Pero era inútil. La contigüidad, al menos, los ligaba. Los dos hechos tenían ilógicamente un nexo. Me sorprendía que una rata hubiera sido mi contrapunto. Y de repente la indignación se adueñó de mí: ¿de modo que no podía entregarme desprevenida al amor? ¿Qué estaba queriendo recordarme Dios? No soy una persona a la que tenga que recordársele que hay sangre dentro de todo. No sólo no olvido la sangre de adentro, sino que la acepto y la quiero, soy demasiado la sangre como para olvidar la sangre, y para mí ni la palabra espiritual tiene sentido ni la palabra terrena. No hacía falta echarme una rata a la cara tan desnuda. No en ese momento. Podría haber tenido en cuenta el pavor que desde chica me alucina y me persigue, las ratas ya se han reído de mí; en el pasado del mundo, las ratas ya me han devorado con prisa y rabia. ¿Conque así iba a ser? ¿Yo caminando por el mundo sin pedir nada a cambio, sin necesitar nada, amando con puro amor inocente, y Dios mostrándome a su rata? La grosería de Dios me hería y me insultaba. Dios era un bruto. Caminando con el corazón cerrado, mi decepción era tan inconsolable como esas decepciones que solo de niña había sentido. Seguí caminando, trataba de olvidar. Pero solo se me ocurría la venganza. Y ¿qué venganza podría yo sobre un Dios Todopoderoso, sobre un Dios que hasta con una rata aplastada era capaz de aplastarme? Mi vulnerabilidad de criatura sola. En mi deseo de venganza no podía ni enfrentarlo, porque no sabía dónde estaba, en qué cosa podría encontrarse como para que yo, mirando con rabia esa cosa, Lo viera: ¿en la rata? ¿en aquella ventana? ¿en las piedras del suelo? En mí sí que ya no estaba. En mí sí que ya no Lo veía.
Entonces pensé en la venganza de los débiles: ah, ¿conque de eso se trata? Pues no voy a guardarme el secreto, lo voy a revelar. Sé que no es noble entablar intimidad con Alguien y luego revelar sus secretos, pero los voy a revelar –no los reveles, nada más por cariño no los reveles, guárdate Sus vergüenzas- pero los voy a revelar, sí, voy a contar lo que me pasó, esta vez las cosas no se van a quedar así, voy a revelar lo que Él me hizo, voy a arruinar Su reputación.
…pero quizá fue porque el mundo también es la rata, y yo creía que
estaba lista para la rata también. Porque me imaginaba más fuerte.
Porque hacía del amor un cálculo matemático equivocado: pesaba que, al
sumar las comprensiones, amaba. No sabía que cuando se suman las
incomprensiones es cuando se ama de verdad. Porque, sólo por sentir
cariño, pensé que amar era fácil. Y porque no quise el amor solemne, no
comprendí que la solemnidad ritualiza la incomprensión y la convierte en
ofrenda. También porque siempre he sido muy peleonera, pelear es lo
mío. Y porque siempre trato de conseguir las cosas a mi modo. Y porque
todavía no sé ceder. Y porque en el fondo quiero amar lo que amaría, y
no lo que es. Y porque todavía no soy yo misma, de modo que mi castigo
es amar un mundo que no es. También porque me ofendo en vano. Y porque
tal vez necesito que me digan las cosas con brutalidad, porque soy muy
necia. Y porque soy muy posesiva y entonces se me preguntó, con cierta
ironía, si también quería a la rata. Y porque solo podré ser madre de
las cosas cuando sea capaz de tomar una rata con la mano. Sé que nunca
podré tomar una rata sin morir la peor de mis muertes. Pues entonces use
yo el magnificat que canta a ciegas sobre lo que no se sabe ni se ve.
Use yo el formalismo que me aleja. Porque el formalismo no ha lastimado
mi simplicidad, sino mi orgullo, y es el orgullo de haber nacido lo que
me hace sentir tan íntima del mundo, pero de este mundo que, por si
fuera poco, extraje de mí misma con un grito mudo. Porque la rata existe
tanto como yo, y tal vez ni la rata ni yo existamos para ser vistas por
nosotras mismas: la distancia nos iguala. Tal vez tengo que aceptar
ante todo esta naturaleza mía, que quiere la muerte de una rata. Tal vez
creo que soy demasiado delicada sólo porque aún no he cometido mis
crímenes. Sólo porque he contenido mis crímenes, creo que estoy hecha de
un amor inocente. Tal vez no pueda ser capaz de mirar a la rata antes
de ser capaz de mirar sin lividez esta alma mía, apenas contenida. Tal
vez deba llamar “mundo” a esta forma mía de ser un poco de todo. ¿Cómo
podré amar la grandeza del mundo si no soy capaz de amar el tamaño de mi
naturaleza? Mientras me imagine que Dios es bueno sólo porque yo soy
“mala”, no estaré amando nada: será tan solo mi forma de acusarme. Yo
que, sin siquiera haberme recorrido entera, ya elegí amar a mi
contrario, y quiero llamar Dios a mi contrario. Yo, que jamás voy a
acostumbrarme a mí misma, lo que quería era que el mundo no me
escandalizara. Porque yo, que de mí lo único que he logrado ha sido
someterme a mí misma puesto que soy tanto más inexorable que yo, yo lo
que quería era compensarme de mí misma con una Tierra menos violenta que
yo. Porque, mientras ame a un Dios solamente porque no me quiero, seré
un dado cargado, y el juego de mi vida mayor no podrá tener lugar.
Mientras yo invente a Dios, Dios no existe.
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