Las vidas paralelas de Baudelaire y Flaubert, padres de la Modernidad
El poeta y el novelista nacían hace 200 años y, desencantados con la Francia de Napoleón III, se consagraron a la búsqueda de la belleza
Silvia Zimmermann del Castillo
Dijo el poeta León Felipe que los grandes poetas no tienen biografía sino destino, por lo que fueron tal vez expresiones de un mismo destino las significativas coincidencias entre las vidas de Baudelaire y Flaubert.
Ambos nacieron en Francia, en 1821. Charles Baudelaire, en una París medieval atravesada por el Sena; Gustave Flaubert, en Rouen, la “Ciudad de los Cien Campanarios” que, recostada sobre el mismo río, había atestiguado en 1431 el martirio de Juana de Arco en la hoguera.
"Ambos creyeron por igual que esa Segunda Revolución Francesa habría de honrar los ideales que la primera había traicionado"
No fueron amigos. Acaso ni siquiera se conocieron. Pero los dos albergaron idéntica esperanza en los sucesos franceses que les tocó vivir en su juventud. De uno y de otro fue luego el mismo desengaño, a partir del cual coincidieron en el mismo escepticismo, el mismo hastío. Y en la misma profesión de fe.
Cuando la insurrección popular de 1848 ganó las calles de París obligando al rey Felipe I a abdicar para dar paso a la Segunda República Francesa, ahí estaban ellos, en la ciudad nuevamente sacudida por el pueblo enardecido. Baudelaire, inmerso en la revuelta como un revolucionario más; Flaubert, a la manera de un turista llegado de la provincia para asistir como un observador crítico a la violencia desatada. Pero ambos creyeron por igual que esa Segunda Revolución Francesa habría de honrar los ideales que la primera había traicionado. Sin embargo, esa Primavera de los Pueblos, como fue conocida en Europa, duró lo que una primavera, porque Luis Napoléon, electo presidente, no tardó en ser proclamado emperador. El ideal republicano fracasaba una vez más y la desazón de los dos hombres fue definitiva. Pero también germinal.
Con Napoléon III, París se transforma en la ciudad luz que enamora al mundo. El barón Haussmann recibe el encargo de convertir la ciudad oscura, insalubre, pestilente –pero sobre todo funcional a la insurrección– en una imponente metrópoli de avenidas señoriales, luminosa y segura. La París de las incendiarias demandas sociales devino patria del glamour con la indolente elegancia de la burguesía en auge. Hubo un costo: la destrucción de los barrios laberínticos y las masas obreras empujadas a la periferia y a una mayor marginalidad. De la antigua ciudad persiste, remozado y encantador, el barrio de Le Marais.
Baudelaire y Flaubert miraban con recelo la nueva opulencia de la metrópoli y dudaban de las bondades que prometían la industrialización, la economía floreciente y la nueva religión del capital. Simplemente dejaron de creer en la política, en los idearios, en la moral de la sociedad y en el rumbo de la historia. Desencantados, buscaron sin embargo dónde hallar un sentido de la vida que renovara la fe. Coincidieron una vez más: en la belleza.
Baudelaire la buscó en las calles por las que, flâneur impenitente, pavoneaba su porte de dandy. Pero también en los recodos inconfesables: los burdeles que frecuentaba, los antros de alcohol y opio en los que perdía la memoria y en donde los hombres de negocios se mezclaban con la canalla cuando los paraísos artificiales se encendían en la noche: “He aquí la noche encantadora, amiga del criminal…”. Esos entornos glamorosos y sórdidos eran, según el poeta, la mitad de la obra de arte; la otra era lo eterno, lo inmutable inyectando la belleza que otorga sentido al sinsentido de la realidad. La descubrió en el vértigo, en lo efímero y en la fugacidad de la vida citadina: “La calle ensordecedora alrededor mío aullaba/… una mujer pasó…/Yo, yo bebí, crispado como un extravagante, /En su pupila…/ la dulzura que fascina y el placer que mata. / Un rayo… ¡luego la noche! -Fugitiva beldad/ cuya mirada me ha hecho súbitamente renacer…”. Y también en lo abyecto, en el vicio y en la muerte.
Las flores del mal recogen los rostros de esos tiempos modernos con una poética despiadada y bella hasta el dolor de lo bello. El poeta trascendía el romanticismo e inauguraba la modernidad lírica. Su obra está surcada por el spleen: el aburrimiento, la insatisfacción subyacente a los brillos de la época: “Es el tedio…/ Tú conoces, lector, este monstruo delicado/ - Hipócrita lector, -mi semejante - ¡mi hermano!”. Tedio que el hombre moderno intenta mitigar en el vino, en el opio, en el sexo prohibido.
Tedio que también fue de Flaubert. El novelista se instaló en la apacible aldea de Croisset de su Normandía natal, donde vivió hasta su muerte. En su casa que mira al Sena, se consagró a la búsqueda de la belleza. Con la meticulosidad de un orfebre, cinceló la escritura hasta dar con le mot juste: la palabra justa en su belleza y en su perfecta adecuación. Es así que dedicó cuatro años a la escritura de Madame Bovary.
En una carta a su amante Louise Colet, le cuenta que pasa sus días destruyendo por la tarde lo que escribió en la mañana, y que es esa tarea la que lo rescata del insufrible aburrimiento que le provoca la sociedad. El mismo tedio en que cae la heroína de la historia, Emma, la adúltera, la malcasada que, deseosa de un amor como los que describen las novelas románticas, viola todos los cánones de la decencia. La búsqueda de la belleza, la consumación del estilo en la prosa, no lo inhiben de desnudar la hipocresía de la burguesía provinciana, la cultura de la apariencia y el egoísmo de las clases medias. Flaubert se atreve a develar lo que la sociedad esconde. Sin denuncia, sino con belleza. Alcanza la cumbre del realismo y lo sublima, convirtiéndose en el demiurgo de la modernidad literaria: la novela como espacio en el que la realidad se representa sin eufemismos pero como obra de arte.
Las flores del mal y Madame Bovary se publicaron en 1857. Ese mismo año, poeta y novelista fueron procesados por inmoralidad. Flaubert fue absuelto; Baudelaire, condenado.
A doscientos años del nacimiento de estos antihéroes de su tiempo, vemos que su destino fue desnudar lo que somos: modernos. Triunfales y frustrados, banales y épicos, anhelantes y hastiados, capaces del infierno y del arte. Y por obra del arte, descarnadamente bellos en nuestra complejidad.
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