Peter Handke a campo traviesa
En La ladrona de fruta, el escritor austriaco, Premio Nobel de Literatura 2019, propone el retrato de una joven en busca de su madre por la región de Picardía, Francia, una narración luminosa que derrocha osadía y lecciones de percepción.
Así como en el cine queda bien correr, en la literatura es altamente
propicio caminar. Vagabundear, merodear, rondar, es lo que con viento a
favor hace Alexia por la región de Picardía, en Francia, entre maizales y
molinos, cuervos y perros perdidos. La excusa no es menor –busca a su
madre– pero no está planteada con grandilocuencia y con el paso de los
kilómetros y las páginas la narración parece ir rejuveneciéndola (como
lo hace con el lector). Alexia, la ladrona de fruta a la que alude el
título, va preparada para lo que sea que le salga al cruce: encuentros,
contratiempos, un gato, un faisán, un campanario, un peregrino mareado,
un albergue reabierto por una noche. El viaje no va, estrictamente, a
ninguna parte, y se respira una dichosa impunidad en su deriva.
Es el leitmotiv de toda la prosa y la poesía y el teatro de Peter Handke:
dada cierta disposición, lo visible nos permite recobrar la calma. (Es
la disponibilidad que en primer lugar debe esgrimir el escritor; el
aprendizaje de la mirada como voluptuosidad). Un solipsista hace bien en
ponerse en manos de lo otro: “Y esto no lo decidía yo ahora, sino la
historia”. Si la atención es un juego permanente con uno mismo, podría
decirse que la fuerza de la escritura del autor de La mujer zurda es la fuerza de la distracción. "Soy incapaz de percibir algo intencionalmente", advertía en El año que pasé en la bahía de nadie.
Por eso es que convoca oraciones hospitalarias, afables anfitrionas de
subordinadas y digresiones. Lo material se vuelve tan presente en Handke
que es como si prestara la atención que un niño presta, por ejemplo,
para no lastimarse. Hasta en sus crónicas del conflicto yugoslavo de los
90 cada matiz recibió su debido nombre. Cada momento ofrece sus
ramificaciones y todo recibe su subtítulo, su epígrafe. Handke es
honesto con los detalles, no solo preciso, para que no se crea que sus
narradores son más bondadosos de lo que son. Es una clase de
concentración que necesita darse descansos.
La mirada de Handke se
reserva los colores más fértiles para idealizar la naturaleza. Ni sus
piezas de teatro –de enfrascada densidad– la excluyen. Sabe dramatizarla
leve, dulcemente, y en él la fidelidad a sí mismo equivale a fidelidad
hacia la naturaleza. (No es extraño que subraye los efectos benéficos de
la naturaleza en quien observa). En ella, los tiempos muertos son todos
y ninguno, y les presentan, al autor y su protagonista, ocasiones
soleadas y vacíos favorables. La porosidad del relato va imantando hacia
sí los fulgores de lo visible y el lector pisa el pasto descalzo.
Como Sitfter, como Hudson, Handke
evidencia que se puede narrar la naturaleza. Y narrarla es narrar el
paisaje, y por ende narrar el espacio. Espacio para llegar a la
distancia justa, objetivo que alcanzó en sus últimos libros haciéndolos
pasar por historias ajenas. El relato va reflexionando sobre sus modos y
se hace preguntas, textualmente, no desea asumir autoridad. Se
pregunta, por caso, si se siguen usando ciertos vocablos. Las oraciones
se buscan, y se busca la palabra justa a la vista de todos los lectores
(que es siempre uno por vez). Una de sus primeras dramaturgias fue Kaspar, en la que un niño huérfano y encerrado debió empezar de cero con el lenguaje.
Para entrar más en materia, mejor escuchemos a Handke en La ladrona de fruta,
describiendo, justamente, una voz: “Lo especial fue únicamente su voz,
una voz de las que hoy en día son raras, o quizá hayan sido una rareza
siempre, una voz llena de cuidado... y, sobre todo, una voz, la voz, de
la paciencia, de la paciencia como atributo y también, aún de manera más
intensa, como actividad... Al cabo de los años –su voz todavía en mi
oído– pienso que le encaja aquello que respondió un actor cuando en una
entrevista le preguntaron cómo lo ayudaba la voz a interpretar la
historia que le correspondía en una película. Notaba, dijo, y no sólo en
sí mismo, si una escena y la historia entera tenía ‘el tono adecuado’, y
le ocurría que valoraba la veracidad de una escena, incluso de la
película, no a partir de lo que veía sino de lo que escuchaba”.
La
paciencia que no tenemos la enseñan las buenas novelas; le abren el
paso a la paciencia de quien escribe y luego de quien lee. Es una virtud
nada desdeñable en tiempos y contextos poco dados al aprecio.
El autor de Lento regreso y Una noche oscura salí de mi casa sosegada vuelve a pasar por el mismo surco. De hecho, La ladrona de fruta es una suerte de continuación o reverso de La pérdida de la imagen o Por la sierra de Gredos,
una impetuosa excursión ibérica. ¿Pero Handke se repite de un libro a
otro? Más bien se retoma, se reescribe, como si necesitara rearmarse una
y otra vez dentro y fuera de un libro (no otra cosa necesita el
lector). Lo anotó al final de La repetición: “Narración, repite, es decir, renueva”.
Si
escribe para sí no lo hace frente a un espejo. Habla solo pero las
frases se espiralan hacia afuera. Su terreno es la intemperie en la que
pueda volverse vulnerable, la que le permita todas las indulgencias
retóricas dentro de un hilo creíble, una puntuación a veces
deliberadamente anómala, asiduas invocaciones a lo salvífico y un
despiste narrativo buscado. Lo fallido promete con más claridad. Es un
viejo secreto de la escritura: cómo convertir las debilidades en un
estilo peculiar. Como si Handke creyera que la buena escritura prolija
no alcanza, que es menester entregarse a esa fuerza apremiante y
sibilina que sostiene cada historia única.
“Virutas de lápiz en
una telaraña. ¡Hay que ver todo lo que puede ser un tesoro!”. Handke no
le teme a la exaltación lírica y aún romántica (Stifter, Eichendorff y
Robert Walser no son ajenos a su jardín). Dado a la exageración
inofensiva, desobedece una y otra vez el dictum de su admirado
Wittgenstein, acerca de callar sobre lo que no se puede hablar. Es
simple: se deja llevar, se deja ir, sin espiar por encima de su hombro a
ver quién lo sigue que no sea pájaro.
Cuando se da con una intensidad extrema, la escritura es demasiado
(también jubilosa, luminosa) y sólo puede temblar en la medida que siga
siendo excesiva. De allí que por momentos escribir y no escribir sean
ridículamente parecidos. Como otros muy distintos a él, pero de
ambiciones equiparables –Woolf, Pynchon, Levrero, Bernhard– a Handke se
lo toma o se lo deja en bloque. Como con ellos, la experiencia de
lectura puede ir de lo irritante a lo sublime. Muchos de sus personajes
son lectores y son frecuentes el encomio y la exaltación de esa afición:
“Con la lectura, por ella y en ella, en virtud de ella y gracias a ella
poder proteger a alguien y protegerlo de verdad, a él, el que a ella le
importaba, esta era su fe”.
A su fuerte y atrayente inclinación
espiritual –llamémosla así para resumirla brutalmente– Handke la modera
por medio de la autocrítica en el interior de sus libros, y de su
tomarse casi todo tan en serio que sólo puede despertarle una sonrisa.
No escasean instancias de ligereza en la épica La ladrona de fruta.
Una de ellas, curiosamente, la protagoniza el futbolista argentino
Javier Pastore y admite extrapolaciones hacia el propio Handke: “El
hermano estaba loco por su juego, porque cuando Pastore tenía el balón,
era la gracia en persona y, una y otra vez, la torpeza. Pero no era un
mago consciente de su magia. Ni en la gracia ni en la torpeza, nunca
sabía cómo le pasaban las cosas. Esto era, sobre todo, lo que al hermano
lo atraía del jugador. Hacer maravillas y, al mismo tiempo, hacerlas
como si las hiciera otro y, además, ser comprendido sólo de manera
excepcional, incluso por aquellos más cercanos a uno”.
A un
escritor lo deja abatido el requisito –inventado por otros– de explicar y
explicarse, como si no comprender su obra otorgara el derecho de exigir
más de ella. La escritura –sobre la que Handke ha meditado tanto y no
sólo en El peso del mundo, Historia del lápiz y Ayer, de camino–
es bastante más misteriosa de lo que cree cualquier profesional, y un
autor real se subleva contra sí mismo cuando empieza a sospechar que no
está a la altura de las circunstancias. Ronda algo muy enigmático en la
transparencia de ciertas firmas.
La ladrona de fruta, Peter Handke. Trad. Anna Montané Forasté. Alianza Editorial, 382 págs.
https://www.clarin.com/revista-enie/literatura/peter-handke-campo-traviesa_0_Zo0ZVmfXu9.html
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