Música: Público dividido | Clásica vs. contemporánea

Música maldita
Lo que une a las obras del siglo XX es su ausencia sistemática en los programas de las grandes salas, el desdén cortés de los sellos discográficos y, al menos en la Argentina, la indiferencia (cuando no la hostilidad) de los melómanos
Por Pablo Gianera
Hace unas semanas, un joven compositor argentino radicado en el extranjero declaró su voluntad de que la música que escribía fuera silbada por la gente como las arias de Giuseppe Verdi. Acaso sin darse cuenta no hacía más que repetir la ilusión de Arnold Schoenberg, fundador del atonalismo libre y del dodecafonismo, de que un día sus melodías fueran tarareadas por los cocheros como el Concierto para piano, de Edvard Grieg. Se trata, en los dos casos, de una pretensión indudablemente legítima pero un poco primitiva y, además, de arduo cumplimiento. La música del siglo pasado sigue siendo invulnerable para el público que escucha música clásica. Aun tempranamente, ya en 1924, Alban Berg dedicó al tema el "¿Por qué la música de Schoenberg es tan difícil de comprender?", pero las respuestas que ofrecía eran válidas solo para las piezas de ese compositor.
El término "música contemporánea", empleado para referirse a la música del siglo XX, es equívoco; de hecho, toda música fue, en su momento, contemporánea de alguien o de algo. En todo caso, sería más exacto atribuirle un uso restringido, el que nombra los estilos de composición que proliferaron luego de la posguerra, en los cursos de verano de Darmstadt, y que incluye tentativas tan disímiles como el serialismo, el postserialismo y la aleatoriedad, entre muchas otras. Lo que une a las obras de esas escuelas es su ausencia sistemática en los programas de las grandes salas y el desdén cortés de los sellos discográficos. Mejor les fue a la pintura y a las artes plásticas y visuales, que consiguieron rápidamente crear un circuito de formidable poderío económico. Por otro lado, lleva mucho menos tiempo mirar una pintura, por poco que se la entienda, que hundirse durante minutos u horas en la butaca de un teatro para escuchar músicas que "suenan mal". La acusación de fraude ("tocan cualquier cosa", "son snobs", "se mandan la parte"), la maldición de lo incomprensible, que pesa sobre la música actual deriva quizá menos de la suspensión de la tonalidad que de la descomposición de la melodía en distintos timbres, lo que torna difícil la identificación de una voz ininterrumpida. O puede haber también melodías muy lentas, como las de Morton Feldman, que en lugar de progresar se extienden en una suerte de superficie temporal sobre la que se operan levísimos cambios de color y perspectiva. Esa creencia supersticiosa de que todo lo que se escucha resulta sencillamente caótico es combatida en nuestro país por varios intérpretes notables (allí están el Ensamble Süden, que brilló el año pasado en el Festival Kagel, y numerosos instrumentistas jóvenes de muy alto nivel técnico) que no se resignan a cumplir la función de guías de museo y contribuyen a suturar la herida entre el público y la obra.
Con todo, no puede ocultarse el hecho de que, en la Argentina, una buena parte (tal vez la mayor parte) del público de los ciclos de música actual son músicos, estudiantes de música o críticos. Algo no muy distinto ocurre con la poesía, que es leída sobre todo por poetas. En su artículo "Nueva música, interpretación, público", de 1957, observaba Theodor Adorno que "por necesarias que puedan ser tales segregaciones a fin de proteger el progreso artístico de la ira de la mayoría compacta, los programas de este tipo que eluden el conflicto, reservan las obras para los expertos y controlan que nada pase, tienen realmente el efecto de que nada más pase". Lo nuevo, aunque sea ocasionalmente defectuoso, tiene, por su condición misma de novedad, un valor absoluto: defrauda el horizonte de expectativas y obliga a reacomodar el juicio estético. Pero hasta tanto exista la voluntad de que circule por circuitos menos excluyentes, la música nueva se debate entonces entre la pureza incontaminada de la subvención, la ilusión del vínculo reconciliado con el público y la lisa y llana inexistencia.
Así las cosas, hubo en estos días varios ciclos notables dedicados a la música actual: uno, organizado por el Instituto Nacional de Musicología Carlos Vega; otro, el Festival Viva Música en Concierto de La Plata, organizado por la agrupación Magma, cuya primera edición sirvió entre otras cosas como excusa para que Gerardo Gandini estrenara su séptima sonata para piano. Y ahora, el miércoles que viene, empezará el Ciclo de Música Contemporánea del Complejo Teatral de Buenos Aires, un encuentro, casi un rito anual que, a lo largo de diez años, consiguió procrear su propia feligresía: cualquiera que haya asistido a otras ediciones del ciclo sabe ya qué caras verá en el público.
Suele decirse, muchas veces con razón, que el prejuicio ahorra tiempo. Hay ocasiones, sin embargo, en que ocurre lo contrario y el prejuicio es un derroche inmoderado de tiempo. No habrá, por ejemplo, mejor manera de aprovechar el viernes 9 del mes próximo que ir al Teatro San Martín y escuchar Satyricon , la ópera del italiano Bruno Maderna jamás oída en el país. O bien, en el mismo ciclo, al formidable pianista Oscar Pizzo con obras de Feldman y Sciarrino. Músicas insoslayablemente inmediatas que, sin embargo, deparan la extrañeza de lo desconocido antes que la seguridad satisfecha del reconocimiento.

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