Cultura: ¿Qué es ser culto hoy? Respuesta de Beatríz Sarlo

Una pregunta sin muchas respuestas

La experiencia de una cultura común, de un conocimiento enciclopédico, fue algo que quizá existió alguna vez en ciertos círculos o una aspiración de utopistas,pero el cisma entre la cultura científica y la humanista y, por si fuera poco, el abismo que se abrió entre las vanguardias artísticas y el público terminó con esas ilusiones

Por Beatriz Sarlo
Para LA NACION

Salteo el capítulo políticamente correcto y académicamente acertado: todos tenemos una cultura, todos somos cultos. El relativismo es la norma más difundida en Occidente. Todas las culturas son la cultura. Sin embargo, el canto de cisne de la (otra) cultura viene escuchándose desde hace más de un siglo, a medida que podían comprar diarios y libros precisamente quienes, hasta ese momento, habían permanecido lejos del mundo de lo impreso. Cuanto más se extendía el público, más experimentaban los intelectuales la idea de una decadencia. La hegemonía cultural del mercado y de la televisión fortaleció esta mirada nostálgica hacia un pasado que, por otra parte, no existió durante demasiado tiempo ni en demasiados lugares.

Crisis de una cultura común. Este fue el tema, por ejemplo, de los culturalistas ingleses. Partían de la base de que una cultura común había existido alguna vez. Probablemente solo haya sido la lengua en que se comunicaron sectores de capas medias y medias altas: una lengua de elite social, pero no solo de origen aristocrático. Esa cultura común fue un horizonte que se pensó alternativamente en el pasado (conservadores o nostálgicos) o en el futuro (socialistas, milenaristas, utopistas).

¿Einstein o Goethe?

Un polémico y esquemático ensayo del británico C. P. Snow señaló, en 1959, el cisma entre dos culturas: la científica y la literaria. Grandes intelectuales de la época, entre ellos F. R. Leavis y Lionel Trilling, intervinieron en un debate que puede leerse como capítulo de historia de las ideas. Ya no se habla en esos términos, porque el ideal, propio de fines del siglo XVIII, del "hombre de letras" contemporáneo a todas las complejidades de su tiempo pertenece más que nunca al pasado que no puede revisitarse pese a la nostalgia por un campo cultural unificado que, por otra parte, sienten más quienes menos padecen la fragmentación de los saberes.

Hace unos años, le pregunté a una científica (química molecular, según recuerdo con incertidumbre) si podía ayudarme en la lectura del libro de Stephen Hawking, Breve historia del tiempo. Me dijo, sin piedad ni eufemismos condescendientes, que era demasiado difícil para mí. Sentí la respuesta como un insulto, pero poco después me di cuenta de que ella tenía razón. Yo estaba preocupada por las distopías de la science fiction , el libro de Hawking no iba a ayudarme a refinar esas preocupaciones, más bien iba a leerlo en clave metafórica, borroneando toda especificidad, como si se tratara de una exótica teogonía físico-matemática. Lo curioso es que la científica me frenó de modo tan despreciativo precisamente en un ámbito que varios siglos antes había sido creado para que gente de las ciencias y de las humanidades, mientras comían o bebían, intercambiaran ideas. El diálogo tuvo lugar en un college de la universidad de Cambridge donde las reglas de la cortesía indican que nadie jamás debe elegir por la profesión a su interlocutor en la mesa colectiva. Yo me atuve a la norma con los resultados obvios: las reglas tenían doscientos años y solo los extranjeros inseguros pensábamos que había que cumplirlas a rajatabla.

El hecho de que, en esos años, el libro de Hawking fuera un best seller hablaba más de la propaganda editorial que de la lectura efectiva. Yo había confundido propaganda con entendimiento, tan luego alguien que está convencido de que a las editoriales no hay que creerles nada sobre lo que venden. Pocos años después, otro científico, un biólogo en este caso, me dijo: "Se nota que en tu país nunca te enseñaron teoría de la evolución en el colegio". Acá la cuestión es incluso más grave, porque Darwin, un clásico del siglo XIX que la ciencia contemporánea no ha abandonado sino que ha perfeccionado o modificado parcialmente, es un escritor que no presenta, como Hawking, los dilemas de lo completamente abstruso.

La Encyclopédie, ou Dictionnaire Raisonné des Sciences, des Arts et des Métiers (cuya redacción comenzó a mediados del siglo XVIII ) tuvo un programa al que, casi precisamente en el momento en que se publicaba, comenzaba a sonarle su hora. Surgió como monumento de un ideal que la misma ciencia expuesta por los enciclopedistas comenzaría muy velozmente a carcomer. Los lenguajes específicos de cada disciplina irían volviéndose opacos para los que no formaran parte del grupo de expertos. Hubo grandes divulgadores, hubo disciplinas, como la astronomía o la botánica, que continuaron siendo "populares", pero los caminos estaban destinados a separarse. La totalidad del saber humanístico, científico y técnico ya no iba a encerrarse en la cabeza de una misma persona. La ciencia, precisamente porque se había terminado de constituir como ciencia (y ya no conservaba hilos visibles e invisibles que la unieran, como en el siglo XVII, con la alquimia o con la astrología), se separaba de las humanidades de un modo que nada podía evitar. Y además, se bifurcaba en ciencia y tecnología.

La Enciclopedia es la prueba de que los conocimientos debían organizarse para que fueran accesibles a quienes no los poseían. Con su fascinación por la técnica moderna, Diderot hubiera saludado a Wikipedia, el lugar donde está todo lo que no se conoce, que, bajo la organización alfabética, es para muchos no el árbol de la ciencia, sino el Aleph de un universo caótico. La Enciclopedia existió porque existía todavía el ideal de un punto de vista que pudiera dominar todo el paisaje, aunque sus fichas fueran escritas por hombres diferentes.

"El orden enciclopédico de nuestros conocimientos (expone D Alembert) consiste en reunirlos en el más reducido espacio posible y en colocar, para decirlo de algún modo, al filósofo por encima de este vasto laberinto, en un punto de vista elevado desde donde pueda percibir a la vez las principales ciencias y artes, ver de un solo golpe de ojo los objetos de sus especulaciones y las operaciones que realiza con estos objetos; distinguir las ramas del conocimiento humano, los puntos donde se separan o se unen, entrever las rutas secretas que los vinculan. Es una especie de mapamundi que debe mostrar los principales países, su posición y su dependencia mutua, el camino en línea recta que lleva de uno a otro, a menudo cortado por miles de obstáculos conocidos en cada país solo por sus habitantes o sus viajeros, que podrán representarse en mapas muy detallados. Estos mapas detallados serán los diferentes artículos de la Enciclopedia, y el árbol o sistema figurado será el mapamundi." Cada una de las locuciones del Discurso Preliminar de D Alembert a la Enciclopedia ha caducado, excepto en lo que concierne a los mapas de pequeños territorios detallados.

El filósofo, esa manifestación grandiosa de la mente que mira todo desde la perspectiva de dios, ha descendido de la montaña. Nadie tiene esa cabeza, esa cabeza es nadie. Un siglo después, Flaubert escribió la historia paródica de los dos copistas, Bouvard y Pécuchet, que en una empresa fracasada y menor se dedicaron a todas las ciencias y artes de su época. Bouvard y Pécuchet, afirmó Roland Barthes, encaran el último proyecto enciclopédico, que, en la novela de Flaubert, se repite como farsa.

Hoy, existen las ciencias y, en sus orillas, la buena o mala divulgación y un metacerebro cultural en Internet: redactor de páginas web o hacker . El mapa del conocimiento total parece una fantasía de la ciencia ficción, donde se mueven los superhombres arcaicos o los maestros Jedi de la Guerra de las Galaxias , que son sabios en el uso de la Fuerza universal, la conocen y se conocen.

Sin embargo, el pensamiento científico tiene la fuerza de un imaginario y, por eso, sigue generando metáforas. Ahora las imágenes nos llegan de la física teórica con el Big Bang , de la genética o de la tecnología informática; en la década del cincuenta, fue la astrofísica; en la década de 1920, los experimentos médicos con injertos de glándulas animales que, con inevitable mala suerte para los pacientes, se realizaron incluso en Buenos Aires, y las exploraciones psiquiátricas con el hipnotismo. El mismo nombre de esta revista, ADN , prueba que el poder evocador de esas imágenes proviene del campo científico que es experimentado como área de punta. Las metáforas que ofrecen las palabras de la ciencia más avanzada tienen una reverberación que indicaría, ilusoriamente, que todos hablamos la misma lengua.

Vivimos con la idea de que podríamos llegar a entendernos si usamos las mismas palabras. Pero las palabras no son las mismas, quiero decir: pueden sonar iguales, pero funcionan de modo diferente. Se usan metáforas e imágenes precisamente porque las palabras diferentes son arrancadas de un lugar y llevadas a otro. A veces nos ilusionamos creyendo que esas palabras son lo mismo de uno y otro lado, du côté de l art et du côté de la science . Pero no es así: siempre una científica inglesa se encarga de despertarnos de esa fantasía.

El cisma de las vanguardias

El cisma se ha profundizado en lo que concierne a la cultura artística. En un proceso que comienza con el siglo XX, las vanguardias se separaron del público y no solo del público de masas sino del llamado "culto". El ejemplo más radical posiblemente sea la música contemporánea, que solo es escuchada por minorías en las que se reconocen, casi personalmente, los músicos, intérpretes, compositores, y un pequeño club de seguidores conscientes de su carácter excepcional. La dificultad intelectual y el placer juegan papeles tan indispensables como equivalentes. La música contemporánea es el punto más alto de la línea que separa culturas. En realidad, toda la música que se escucha, salvo en los programas especializados y en sus reductos, es música del pasado, como si la literatura que hoy se leyera fuera exclusivamente Quevedo, Rousseau, Schiller, Victor Hugo, Leopardi y Dickens. La música que se escribe hoy no es escuchada por los mismos públicos que leen la literatura que hoy se escribe. Por otra parte, algo sucede con la música: para los públicos no especializados es más sencillo escuchar una sinfonía de Mozart que leer un soneto de Góngora.

¿Por qué las artes plásticas no han sufrido el mismo cisma? O mejor dicho, para que la pregunta sea más exacta, ¿por qué en la actualidad incluso las instalaciones o el video-arte más sofisticados tienen una repercusión que los mil escuchas de música contemporánea solo conocen en una excepcional noche de gran éxito, digamos una noche en que se canta una ópera de Alban Berg?

El marketing de las artes visuales es factor de popularidad. Los museos se han convertido en estrellas de la arquitectura y, aunque podría pensarse que siempre lo fueron, lo que ha cambiado es la forma en que persuaden al público de ese estrellato. En los últimos años se han construido museos antes de que se hubieran adquirido las colecciones o asegurado los préstamos que iban a completar su existencia. Sin exagerar, el museo es una pieza fundamental de lo que hoy se llama "imagen de ciudad" y, por lo tanto, interesa al mercado turístico tanto como al mercado de arte. Los museos son logotipos. La modalidad actual de la "curaduría" acentúa el aspecto entretenido de la exhibición: comparaciones entre cuadros (a veces sensatas, a veces caprichosas), fotografías, actividades para los niños, tiendas de souvenirs , artesanías e impresos.

Por otra parte, la forma en que se mira arte y la forma en que se escucha música son radicalmente diferentes: el compromiso de silencio y de permanencia es ineliminable del protocolo de la audición. El museo hace posible usos más distendidos, más distraídos o, incluso, presencias paradójicamente ausentes. En el auditorio se pide el silencio de un templo; el museo actual invita a la circulación de un parque temático.

Finalmente, desde el pop art , la iconografía del mundo y la iconografía del arte se han cruzado, tanto como se han cruzado los rasgos formales y técnicos de la representación. Eso hace todo mucho más sencillo, una vez que los museos han persuadido a su público respecto del valor estético de una caja de jabón Brillo si fue elegida, entre mil iguales, por Andy Warhol. Es el triunfo póstumo de Duchamp: todo objeto que se expone debe ser observado como arte; todo cuerpo que se mueve es una performance y todo lo que se ve en proyección es video-arte. Duchamp, cuando expuso su célebre mingitorio, no buscaba ciertamente proporcionarles a los museos ni a los marchands tales argumentos pedagógicos. Gracias a esta persuasión, las artes visuales no han sufrido el cisma de públicos que caracteriza a la música. El mercado de arte y las mallas firmes que lo unen con el museo y con la crítica reciben su recompensa por haber impedido la fractura que se produjo en la música y también en el cine.

En efecto. Para poner un ejemplo que no afecte sensibilidades locales: hace unos meses, Le Monde publicó una nota donde se celebraba que el llamado cine de calidad (es decir, el cine comercial pero de buena factura y temas serios) había disputado a los majors (es decir, a Hollywood y sus sucursales globalizadas) la mitad del público francés. Era, por cierto, el éxito de la llamada "excepción francesa" que, en el campo del cine y la televisión, permitió políticas culturales industriales muy activas. Al mismo tiempo se anotaba el fracaso del cine de arte (films de Philippe Garrell, Jacques Rivette, Jean-Luc Godard, entre otros grandes). Los lectores, que en la página web del diario francés escribían sus comentarios, decían cosas tales como: "Ni un film en blanco y negro más" (se referían a Los amantes regulares de Garrell que, por suerte, se proyectó en la Sala Lugones de Buenos Aires este verano) o "Metan todos los Godard en el placard", o "Ni un euro para Rivette". Las 40.000 personas que vieron los films execrados por quienes no los habían visto no escribieron nada. El cisma, nuevamente, está allí. En los últimos cincuenta años, solo algunos cineastas de ambos mundos pudieron ser amados por el público general y por el especializado: Fellini es el ejemplo que más me convence.

Sucede algo parecido, pero de menor intensidad, con zonas enteras de la literatura. G. W. Sebald fue probablemente el último gran autor surgido en lengua alemana: habría que mirar sus cifras de venta y su centimetraje. Patrick Süskind ha vendido de una sola novela, El perfume , más que Thomas Bernhard. En Internet, Jonathan Franze obtiene casi el doble de hits que Thomas Pynchon. Si se trata de participar en una conversación, vamos a ser más oportunos si leemos a Franze o a Ian McEwan antes que a Pynchon.

Sin embargo, la literatura de Sebald, de Bernhard o de Pynchon no enfrenta la hostilidad que asedia al cine de arte, ni la disciplinada soledad de la música contemporánea. Juan José Saer no fue leído durante los veinte primeros años en que publicó sus novelas (novelas tan perfectas como esa primera, Cicatrices , de1969), pero en los años noventa ya no era invisible y murió en el 2005 cuando su difícil literatura circulaba mucho más allá de aquellos primeros grupos de convencidos. Había obtenido un público que no se superponía exactamente con sus primeros lectores. Lo mismo sucedió con los objetivistas franceses a quienes Barthes defendió en los años sesenta como causa estética. Podría preguntarse qué es necesario saber para leer cierto tipo de literatura contemporánea. La pregunta vale para todas las formas estéticas. La imprecisa respuesta es: bastante.

Moda y estilos

Para Sarmiento, que sentía el aislamiento de una república que todavía no se había constituido, de un territorio que todavía no alcanzaba a organizar sus miembros dispersos, de un paisaje y pueblos marcados por el "orientalismo" de su carácter estallado y violento, habría esperanzas de civilización allí donde hubiera unos cuantos jóvenes que usaran frac, algún médico, algún abogado, alguna escuela, algún templo. Lo que sobresale en esta lista es el frac, que no se trata, como podría suponerse de manera banal, solo de un signo de clase, sino de cultura. La enumeraciones de profesiones y propiedades necesarias pertenece a un interrogatorio que Sarmiento realiza para averiguar cuál es el estado de la civilización en La Rioja. Las previsibles respuestas negativas: cero médico, cero abogado, ningún frac, confirman las peores previsiones en ese capítulo cuarto del Facundo. Esto no tiene nada de superficial, como tampoco la atención obsesiva que Sarmiento le dedica a su uniforme en la campaña del ejército de Urquiza contra Rosas: vestirse a la extranjera era una advertencia y un modelo.

Modernidad es ciudad, mercado, tecnología y moda. En el Manifiesto futurista de 1909, Marinetti lanzó un desafío: "un automóvil rugiente, que parece correr sobre la metralla, es más bello que la Victoria de Samotracia ". Cuando los automóviles les ganan la batalla a las esculturas griegas, no solo ha emergido el continente heterogéneo de las vanguardias (y se acerca el cisma), sino que se anuncia el cambio del vocabulario del arte. Marinetti creyó ser el profeta de una época (anarquista, violenta, guerrera, nacionalista, veloz), pero en realidad era la época la que hablaba en su Manifiesto .

La fascinación por la moda no es, por supuesto, algo que nos sucede, de pronto, en las últimas décadas. Pensar que la literatura descubrió la moda en una novela de Bretton Ellis es sufrir amnesia respecto del dandismo y pasar por alto "La Fanfarlo" de Baudelaire, un teórico de lo moderno y de lo transitorio: "Nadie tiene derecho a despreciar ni a prescindir del elemento transitorio, fugitivo, cuyas metamorfosis son tan frecuentes". Walter Benjamin, en su obra inconclusa e inagotable sobre los pasajes de París, escribió: "El interés quemante de la moda consiste, para el filósofo, en sus extraordinarias anticipaciones Ciertamente, la sensibilidad del futuro propia del artista supera ampliamente la de la gran dama. Sin embargo, la moda, a causa del olfato incomparable de la comunidad femenina para aquello que se prepara en el futuro, está en contacto más constante y preciso con las cosas por venir. Toda estación trasmite en sus últimas creaciones una señal secreta de las cosas futuras".

Esto en la década de 1930. En una de sus fichas Benjamin copia un aforismo de Maxime Du Camp (amigo de Flaubert, otro experto en modas): "La moda es la búsqueda siempre vana, a menudo ridícula, a veces peligrosa, de una belleza ideal superior". Victoria Ocampo, una fanática del estilo, que fue lo que hoy se llama trend-setter de la moda, entendería la frase perfectamente: lo probaba con sus tricotas Chanel, no solo porque las usaba sino porque escribía sobre ellas con inteligencia.

Cuando fue posible una comparación entre una Bugatti y una estatua griega comenzó un ciclo que tuvo, como se vio, dos grandes movimientos: ampliación y fractura del público. Y todavía no he mencionado la televisión, creadora del consumo de masas contemporáneo. Es el cambio más radical y al mismo tiempo más sencillo de pensar en términos sociológicos. Ya se han escrito bibliotecas y el caudal no cesa porque se abrieron disciplinas académicas dedicadas al asunto, responsables del crecimiento demográfico récord en las carreras de comunicación, de cine y de diseño. En términos estéticos, desde mediados del siglo XX nada de lo que pasa en los medios (incluso sus productos más ínfimos o execrables) queda fuera del campo donde las artes eligen sus materias y, como en un mercado o en un gabinete de curiosidades, se trata simplemente de mirar. No hay, casi, la posibilidad de escandalizar a nadie con ninguna mezcla. Sobre Internet también se ha escrito mucho, en un tono generalmente optimista, envidiable unanimidad que la televisión no suscitó. Pero, a fin de dar verosimilitud a la futura república igualitaria de navegantes, lo que más importa es que el acceso sea universal.

Sin embargo subsisten interrogantes. Una institución que durante el siglo XIX y buena parte del siglo XX creyó tener la solución a la pregunta sobre la transmisión de la herencia cultural ya no la tiene. En efecto, a la escuela sus estudiantes le reconocen pocas capacidades para averiguarlo y casi ninguna autoridad para establecerlo. Completando el círculo, la escuela sugiere que habría que preguntárselo a los estudiantes mismos; ellos quizás puedan buscarlo en Internet y la televisión.

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