Literatura: Lo insondable
Por Enrique Vila-Matas
Para LA NACION
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1
Estaba de visita en casa de mis padres, a principios de este octubre. Habíamos tenido en Barcelona una tarde plácida, pero de improviso había ido oscureciendo y en pocos minutos se había desatado una tromba de agua acompañada de gran descarga eléctrica. Llevábamos ya un buen rato en plena tormenta cuando, tras uno de los más colosales truenos, mi padre murmuró que no lo entendía. ¿El qué? No sé cómo, pero me apropié de un lenguaje técnico y me puse a explicarle el origen de la formación de un trueno. No olvidaré fácilmente aquel momento, porque de pronto me pareció que mi lenguaje científico sonaba ridículo. Cuando hube terminado, mi padre sonrió y dijo que estaba perfectamente informado de la existencia de las nubes altocúmulos y demás, pero que no había querido exactamente hablar de eso. Siguió un silencio, como si nos hubiéramos adentrado en una tensa espera hasta que llegara el siguiente trueno. Estábamos los dos ahora de repente inmóviles, a la expectativa.
-Yo hablaba del misterio -dijo mi padre.
Estaba de visita en casa de mis padres, a principios de este octubre. Habíamos tenido en Barcelona una tarde plácida, pero de improviso había ido oscureciendo y en pocos minutos se había desatado una tromba de agua acompañada de gran descarga eléctrica. Llevábamos ya un buen rato en plena tormenta cuando, tras uno de los más colosales truenos, mi padre murmuró que no lo entendía. ¿El qué? No sé cómo, pero me apropié de un lenguaje técnico y me puse a explicarle el origen de la formación de un trueno. No olvidaré fácilmente aquel momento, porque de pronto me pareció que mi lenguaje científico sonaba ridículo. Cuando hube terminado, mi padre sonrió y dijo que estaba perfectamente informado de la existencia de las nubes altocúmulos y demás, pero que no había querido exactamente hablar de eso. Siguió un silencio, como si nos hubiéramos adentrado en una tensa espera hasta que llegara el siguiente trueno. Estábamos los dos ahora de repente inmóviles, a la expectativa.
-Yo hablaba del misterio -dijo mi padre.
2
Sostiene Steiner que vivimos en días científicos y que el lenguaje de las matemáticas reclama cada día más su atención, tal vez porque vive en un medio de alta ciencia, en Cambridge: "Nombraré tres problemas que en este momento en Cambridge son temas de discusión: la creación artificial de la vida, los agujeros negros (que son los límites del universo) según la teoría de Hawking y Penrose, y Crack (que descubrió el ADN con Watson) que dice: ´el ego cartesiano, la conciencia, es una neuroquímica que muy pronto conoceremos. Comparadas con esto, las novelas más agudas y extraordinarias me parecen prehistóricas ".
Tanto entusiasmo por la ciencia me obliga a sonreír malignamente y a pensar en mi amigo Paco Monge, con el que tantas veces hablé de los tropismos, esas vibraciones imperceptibles que modifican las relaciones entre los seres humanos, pero sin que nosotros lo notemos, porque se extravían antes de que podamos captarlas. Fue Nathalie Sarraute quien, con más implacable atención, se dedicó a los tropismos y supo darles expresión literaria al situar todas esas derivas en la frontera misma entre lo que vemos y la vida de nuestra mente. Sospechábamos mi amigo y yo que la zona donde andan perdidos los verdaderos nombres de las palabras es un bosque vecino del que habitan esos tropismos o viajeros del extravío. Y que éstos, a su vez, son familiares de aquel odradek que poseía una movilidad extraordinaria y nunca se dejaba atrapar: ese carrete de hilo plano que se extravió en la imaginación de Kafka y nunca llegó a ser. He dicho sospechábamos, porque todo eso ocurrió hace mucho tiempo, en los días en que éramos científicos de la literatura y teníamos un lenguaje privado. Un día, Paco Monge también se extravió, como si fuera un tropismo más. Se perdió y me llegó desde un país lejano una carta suya póstuma, con una pregunta final que recuerdo muy bien: "¿Por qué no pensar que, allá abajo, también hay otro bosque en el que los nombres no tienen cosas?".
Vuelvo a hacerme esa pregunta hoy tras mi sonrisa maligna al evocar la fe desmesurada de Steiner en la ciencia. Es una sonrisa cuya ironía procede de mi sospecha de que las matemáticas que los seres humanos hemos inventado (según algunas versiones) o descubierto (según otras), y de las que esperamos que sean una llave para acceder a la estructura del universo, muy bien podrían ser igualmente un lenguaje exclusivamente nuestro, un lenguaje privado con el que garabateamos en los muros de nuestra cueva o modesta universidad de la nada, al norte del bosque de los nombres sin cosas.
Sostiene Steiner que vivimos en días científicos y que el lenguaje de las matemáticas reclama cada día más su atención, tal vez porque vive en un medio de alta ciencia, en Cambridge: "Nombraré tres problemas que en este momento en Cambridge son temas de discusión: la creación artificial de la vida, los agujeros negros (que son los límites del universo) según la teoría de Hawking y Penrose, y Crack (que descubrió el ADN con Watson) que dice: ´el ego cartesiano, la conciencia, es una neuroquímica que muy pronto conoceremos. Comparadas con esto, las novelas más agudas y extraordinarias me parecen prehistóricas ".
Tanto entusiasmo por la ciencia me obliga a sonreír malignamente y a pensar en mi amigo Paco Monge, con el que tantas veces hablé de los tropismos, esas vibraciones imperceptibles que modifican las relaciones entre los seres humanos, pero sin que nosotros lo notemos, porque se extravían antes de que podamos captarlas. Fue Nathalie Sarraute quien, con más implacable atención, se dedicó a los tropismos y supo darles expresión literaria al situar todas esas derivas en la frontera misma entre lo que vemos y la vida de nuestra mente. Sospechábamos mi amigo y yo que la zona donde andan perdidos los verdaderos nombres de las palabras es un bosque vecino del que habitan esos tropismos o viajeros del extravío. Y que éstos, a su vez, son familiares de aquel odradek que poseía una movilidad extraordinaria y nunca se dejaba atrapar: ese carrete de hilo plano que se extravió en la imaginación de Kafka y nunca llegó a ser. He dicho sospechábamos, porque todo eso ocurrió hace mucho tiempo, en los días en que éramos científicos de la literatura y teníamos un lenguaje privado. Un día, Paco Monge también se extravió, como si fuera un tropismo más. Se perdió y me llegó desde un país lejano una carta suya póstuma, con una pregunta final que recuerdo muy bien: "¿Por qué no pensar que, allá abajo, también hay otro bosque en el que los nombres no tienen cosas?".
Vuelvo a hacerme esa pregunta hoy tras mi sonrisa maligna al evocar la fe desmesurada de Steiner en la ciencia. Es una sonrisa cuya ironía procede de mi sospecha de que las matemáticas que los seres humanos hemos inventado (según algunas versiones) o descubierto (según otras), y de las que esperamos que sean una llave para acceder a la estructura del universo, muy bien podrían ser igualmente un lenguaje exclusivamente nuestro, un lenguaje privado con el que garabateamos en los muros de nuestra cueva o modesta universidad de la nada, al norte del bosque de los nombres sin cosas.
3
"El único misterio del universo es que exista un misterio del universo", leí, la semana pasada, en un muro blanco de la Universidad de Oviedo. De misterio único hablaba Fernando Pessoa en esa certera frase. La ciencia, sin embargo, se abstiene cuando aparece la cuestión de la gran Unidad -el Uno de Parménides-, de la cual todos formamos parte de algún modo, a la cual todos pertenecemos. Es uno de los reproches que le haría a la ciencia, a la que también le recriminaría ese despótico sofisma que afirma que no tiene sentido preguntar por el momento antes del big bang. ¿Por qué no tiene sentido? ¿Quién decide que no lo tiene?
Encuentro cosas que reprobarle a la ciencia, sobre todo desde que sé que debo acudir a Madrid a debatir acerca de las distintas formas de percibir la realidad por parte de científicos y escritores. Creo que allí, en la Fundación de Ciencias de la Salud, diré que en esa vieja dicotomía entre las letras y las ciencias siempre quise estar en los dos lados. Detesto aquellos días del pasado en los que era obligatorio elegir entre uno de los dos linajes del saber. Siempre quise ser fronterizo o estar en ambos lados, y recuerdo que me maravilló, hace unos años, la síntesis genial entre letras y ciencias que logró Salvador Dalí en su poético texto "Los átomos encantados". Allí pude ver que no solo hay cosas que se le escapan a la ciencia, sino que la ciencia puede llegar a ser muy poética, pero es incapaz de explicar mínimamente por qué el encanto de una antigua canción puede provocar que se nos salten las lágrimas, por qué hay algo que es rojo y algo que es azul, por qué un estampido sucede a un rayo, por qué somos una luz entre dos eternidades. Es cierto que la ciencia trata de contestar a todo, pero sus respuestas son en ocasiones tan raras que hasta nos sentimos inclinados a no tomarlas en serio. Y es por eso que a veces, apoyados al sol en las garabateadas paredes de las universidades, nos reímos de los bárbaros avances de las ciencias y de la absurda suficiencia de algunos. Nos reímos, eso sí, con todos nuestros átomos más que encantados.
"El único misterio del universo es que exista un misterio del universo", leí, la semana pasada, en un muro blanco de la Universidad de Oviedo. De misterio único hablaba Fernando Pessoa en esa certera frase. La ciencia, sin embargo, se abstiene cuando aparece la cuestión de la gran Unidad -el Uno de Parménides-, de la cual todos formamos parte de algún modo, a la cual todos pertenecemos. Es uno de los reproches que le haría a la ciencia, a la que también le recriminaría ese despótico sofisma que afirma que no tiene sentido preguntar por el momento antes del big bang. ¿Por qué no tiene sentido? ¿Quién decide que no lo tiene?
Encuentro cosas que reprobarle a la ciencia, sobre todo desde que sé que debo acudir a Madrid a debatir acerca de las distintas formas de percibir la realidad por parte de científicos y escritores. Creo que allí, en la Fundación de Ciencias de la Salud, diré que en esa vieja dicotomía entre las letras y las ciencias siempre quise estar en los dos lados. Detesto aquellos días del pasado en los que era obligatorio elegir entre uno de los dos linajes del saber. Siempre quise ser fronterizo o estar en ambos lados, y recuerdo que me maravilló, hace unos años, la síntesis genial entre letras y ciencias que logró Salvador Dalí en su poético texto "Los átomos encantados". Allí pude ver que no solo hay cosas que se le escapan a la ciencia, sino que la ciencia puede llegar a ser muy poética, pero es incapaz de explicar mínimamente por qué el encanto de una antigua canción puede provocar que se nos salten las lágrimas, por qué hay algo que es rojo y algo que es azul, por qué un estampido sucede a un rayo, por qué somos una luz entre dos eternidades. Es cierto que la ciencia trata de contestar a todo, pero sus respuestas son en ocasiones tan raras que hasta nos sentimos inclinados a no tomarlas en serio. Y es por eso que a veces, apoyados al sol en las garabateadas paredes de las universidades, nos reímos de los bárbaros avances de las ciencias y de la absurda suficiencia de algunos. Nos reímos, eso sí, con todos nuestros átomos más que encantados.
4
"Aunque se conteste a todas las preguntas científicas posibles, nuestro problema sigue sin abordarse". Para Doctorow estas palabras de Wittgenstein nos indican que, por mucho que cualquier Einstein encuentre las leyes definitivas que expliquen todos los fenómenos, lo insondable sigue ahí, es decir que toda ciencia topa con un muro. Dice Doctorow en Creadores, valiosa colección de sus mejores ensayos: "La visión de Wittgenstein sobre el problema que sigue sin abordarse es la mirada dura del espíritu insondable y en último extremo irrecuperable, orientado hacia el abismo de su propia conciencia. La suya es una desesperación filosófica que no forma parte de las contemplaciones hermosamente infantiles de Einstein".
Por "contemplaciones infantiles" Doctorow entiende la facultad naif de observación del espacio y del tiempo que conservaba íntegra Einstein en la edad madura y que lo llevó a pensar -a veces lo decía casi a modo de excusa o de disculpa por sus grandes logros- que había sido precisamente esa capacidad de mirar y pensar como un niño la que le había permitido, con la inestimable ayuda de sus conocimientos, descubrir lo que descubrió. Se preguntaba Einstein cómo era que había tenido que ser él precisamente quien descubriera la teoría de la relatividad, y se respondía diciéndose que había sido tan lento en todo que, a diferencia de los otros niños, no había empezado a pensar en el tiempo y el espacio hasta hacerse mayor: "Naturalmente, entonces profundicé en el problema más de lo que lo habría hecho un niño normal".
En mi nueva vida -porque llevo una nueva vida- me interesan mucho los seres que logran mantener o recuperar la despejada mirada hermosamente infantil sobre las cosas, del mismo modo que me interesan los escritores de estilo o pretensiones vanguardistas que tratan de hacer tabla rasa de la gran rigidez de la tradición acumulada e ir en busca de percepciones nuevas, del gesto casi infantil que devuelva al arte la facilidad de realización que tuvo en sus orígenes. Y también me gustan ahora aquellas personas que buscan remontarse a las raíces y para ello se tumban en la hierba fresca de la mañana y contemplan el cielo y las nubes como si fuera la primera vez y se hacen fuertes en su radicalidad inocente y acaban merodeando alrededor de alguna teoría de la relatividad, que es lo mismo que decir que aprenden a mirar y a pensar de nuevo y comienzan una nueva vida.
Claro está que todas esas personas, por mucho que hagan, también están llamadas a topar con lo insondable, pues ese parece ser el problema siempre de fondo. Y a mí, no puedo evitarlo, también me gustan Wittgenstein y las personas que son como Wittgenstein.
"Forastero que buscas la dimensión insondable,/ la encontrarás,/ fuera de la ciudad,/ al final de tu camino", canta Franco Battiato en "Nómadas". Vistas así las cosas, vistas con tan tenebrosa lucidez, el vanguardismo (si puedo llamarlo así) de mi nueva vida y las contemplaciones hermosamente infantiles se revelarían entonces tan solo como un discreto gesto poético de dignidad, como si volver a inventar el arte y la vida solo pudiera ser un bien relativo (relativo en el sentido que le daba Einstein) ante tanta dimensión insondable.
"Aunque se conteste a todas las preguntas científicas posibles, nuestro problema sigue sin abordarse". Para Doctorow estas palabras de Wittgenstein nos indican que, por mucho que cualquier Einstein encuentre las leyes definitivas que expliquen todos los fenómenos, lo insondable sigue ahí, es decir que toda ciencia topa con un muro. Dice Doctorow en Creadores, valiosa colección de sus mejores ensayos: "La visión de Wittgenstein sobre el problema que sigue sin abordarse es la mirada dura del espíritu insondable y en último extremo irrecuperable, orientado hacia el abismo de su propia conciencia. La suya es una desesperación filosófica que no forma parte de las contemplaciones hermosamente infantiles de Einstein".
Por "contemplaciones infantiles" Doctorow entiende la facultad naif de observación del espacio y del tiempo que conservaba íntegra Einstein en la edad madura y que lo llevó a pensar -a veces lo decía casi a modo de excusa o de disculpa por sus grandes logros- que había sido precisamente esa capacidad de mirar y pensar como un niño la que le había permitido, con la inestimable ayuda de sus conocimientos, descubrir lo que descubrió. Se preguntaba Einstein cómo era que había tenido que ser él precisamente quien descubriera la teoría de la relatividad, y se respondía diciéndose que había sido tan lento en todo que, a diferencia de los otros niños, no había empezado a pensar en el tiempo y el espacio hasta hacerse mayor: "Naturalmente, entonces profundicé en el problema más de lo que lo habría hecho un niño normal".
En mi nueva vida -porque llevo una nueva vida- me interesan mucho los seres que logran mantener o recuperar la despejada mirada hermosamente infantil sobre las cosas, del mismo modo que me interesan los escritores de estilo o pretensiones vanguardistas que tratan de hacer tabla rasa de la gran rigidez de la tradición acumulada e ir en busca de percepciones nuevas, del gesto casi infantil que devuelva al arte la facilidad de realización que tuvo en sus orígenes. Y también me gustan ahora aquellas personas que buscan remontarse a las raíces y para ello se tumban en la hierba fresca de la mañana y contemplan el cielo y las nubes como si fuera la primera vez y se hacen fuertes en su radicalidad inocente y acaban merodeando alrededor de alguna teoría de la relatividad, que es lo mismo que decir que aprenden a mirar y a pensar de nuevo y comienzan una nueva vida.
Claro está que todas esas personas, por mucho que hagan, también están llamadas a topar con lo insondable, pues ese parece ser el problema siempre de fondo. Y a mí, no puedo evitarlo, también me gustan Wittgenstein y las personas que son como Wittgenstein.
"Forastero que buscas la dimensión insondable,/ la encontrarás,/ fuera de la ciudad,/ al final de tu camino", canta Franco Battiato en "Nómadas". Vistas así las cosas, vistas con tan tenebrosa lucidez, el vanguardismo (si puedo llamarlo así) de mi nueva vida y las contemplaciones hermosamente infantiles se revelarían entonces tan solo como un discreto gesto poético de dignidad, como si volver a inventar el arte y la vida solo pudiera ser un bien relativo (relativo en el sentido que le daba Einstein) ante tanta dimensión insondable.
5
Para presentar su restaurada Prisión perpetua vino Ricardo Piglia a Barcelona. Cuando lo vi en el Belvedere, no sabía que acababa de expresar en una rueda de prensa su convencimiento de que "en realidad todos nos contamos la historia de nuestra propia vida con la ilusión de seguir siendo nosotros mismos: vivimos con la idea de que no podemos conocernos, pero sí narrarnos".
Me presenté en el Belvedere sin saber que no puedo llegar nunca a conocerme, pero que -como acababa de decir Piglia en la rueda de prensa- sí puedo narrarme, y que de hecho la práctica de narrar es central en nuestras vidas, es un punto de conexión entre todos nosotros. No sabía esto y a una pregunta de Piglia sobre mi cambio de vida en este último año, comencé sin darme cuenta a narrarme a mí mismo y conté que no tenía nostalgia alguna de la vida que llevaba antes, pues ya la tenía muy vista y era una historia que me aburría. Me apasionaba en cambio -vine a decirle- la nueva historia, la del día a día de mi nueva vida, la que me permitía ser otro, ser alguien con cierta energía original recuperada, al modo de un Einstein y sus tardías contemplaciones del universo.
Piglia siempre es irónico. Me habló entonces del gran Gatsby, aquel personaje de Scott Fitzgerald "que se esforzaba por cambiar su pasado". Y luego, fiel a lo que acababa de expresar en la rueda de prensa, me preguntó si detrás de esa "historia" de mis dos vidas estaba o no la ilusión de seguir siendo yo mismo. Me sentí contrariado. ¿Acaso no me había contundentemente presentado (o re-presentado) ante él como otro? Parecía Piglia estar haciendo caso omiso de eso, o sugiriendo que me engañaba yo a mí mismo creyéndome sumergido en una nueva vida. Y hasta me pareció oírle decir que nos damos falsos impulsos a base de historias nuevas.
Temiendo que me viera como un extraño o como un ser fragmentado, le respondí que simplemente deseaba seguir siendo yo mismo, pero sin renunciar a esa historia de mi nueva vida: la historia de alguien que pensaba que las cosas siempre habían estado ahí, al margen de como las vieran los otros, y que ahora era mejor que las comprendiera según sus propias corazonadas. En definitiva, la historia de alguien que tenía percepciones nuevas y que se esforzaba tanto por cambiar su pasado como por buscar (ahí me agarré a Wittgenstein) la dimensión insondable.
Bajé la cabeza con desesperación filosófica.
-Eso he dicho -dije-. La dimensión insondable.
Para presentar su restaurada Prisión perpetua vino Ricardo Piglia a Barcelona. Cuando lo vi en el Belvedere, no sabía que acababa de expresar en una rueda de prensa su convencimiento de que "en realidad todos nos contamos la historia de nuestra propia vida con la ilusión de seguir siendo nosotros mismos: vivimos con la idea de que no podemos conocernos, pero sí narrarnos".
Me presenté en el Belvedere sin saber que no puedo llegar nunca a conocerme, pero que -como acababa de decir Piglia en la rueda de prensa- sí puedo narrarme, y que de hecho la práctica de narrar es central en nuestras vidas, es un punto de conexión entre todos nosotros. No sabía esto y a una pregunta de Piglia sobre mi cambio de vida en este último año, comencé sin darme cuenta a narrarme a mí mismo y conté que no tenía nostalgia alguna de la vida que llevaba antes, pues ya la tenía muy vista y era una historia que me aburría. Me apasionaba en cambio -vine a decirle- la nueva historia, la del día a día de mi nueva vida, la que me permitía ser otro, ser alguien con cierta energía original recuperada, al modo de un Einstein y sus tardías contemplaciones del universo.
Piglia siempre es irónico. Me habló entonces del gran Gatsby, aquel personaje de Scott Fitzgerald "que se esforzaba por cambiar su pasado". Y luego, fiel a lo que acababa de expresar en la rueda de prensa, me preguntó si detrás de esa "historia" de mis dos vidas estaba o no la ilusión de seguir siendo yo mismo. Me sentí contrariado. ¿Acaso no me había contundentemente presentado (o re-presentado) ante él como otro? Parecía Piglia estar haciendo caso omiso de eso, o sugiriendo que me engañaba yo a mí mismo creyéndome sumergido en una nueva vida. Y hasta me pareció oírle decir que nos damos falsos impulsos a base de historias nuevas.
Temiendo que me viera como un extraño o como un ser fragmentado, le respondí que simplemente deseaba seguir siendo yo mismo, pero sin renunciar a esa historia de mi nueva vida: la historia de alguien que pensaba que las cosas siempre habían estado ahí, al margen de como las vieran los otros, y que ahora era mejor que las comprendiera según sus propias corazonadas. En definitiva, la historia de alguien que tenía percepciones nuevas y que se esforzaba tanto por cambiar su pasado como por buscar (ahí me agarré a Wittgenstein) la dimensión insondable.
Bajé la cabeza con desesperación filosófica.
-Eso he dicho -dije-. La dimensión insondable.
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