Arte: El horror, el horror
El 2 de mayo de 1808, con sus reyes semiprisioneros y sus tropas obedientes del invasor, el pueblo de Madrid se alzó contra la ocupación napoleónica. Armados apenas con navajas y sevillanas, a los franceses les llevó todo el día restituir el orden. Pero esa noche, la represión fue bestial: violaciones, torturas, atrocidades, fusilamientos. Entre los testigos, estaba un pintor de la corte cincuentón, camuflado en su ambigüedad política, que registró los hechos con una crudeza y sensibilidad hasta entonces desconocidas en la pintura. Goya se convirtió así en el primer pintor en ver a las víctimas y convertirlas en justas protagonistas de la Historia.
Guerras hubo muchas, como crueldades y olvidos. Pero a Napoleón le tocó crear un estilo nuevo, el de las guerras nacionales con vastas movilizaciones, millones de conscriptos, escenarios continentales. Es una escala que se hace abstracta, como terminamos de aprender cuando caían bombas en Berlín, Londres, Tokio y Montecassino, el mismo día y a la misma hora. Con el francés petiso no era el rey el que hacía la guerra, sino Francia. Se acababan los civiles y los inocentes. Todo esto le terminó cayendo encima a la pobre España y a un pintor ennoblecido, en el umbral del genio, cincuentón sordo y espinudo, ya consagrado. Paco Goya se encontró en medio de un horror pocas veces visto y lo que hizo con eso fue liminar, fundante, porque fue el primero en pintarlo, retratarlo y grabarlo. Le alcanzó con dos telas, El 2 de mayo y El 3 de mayo, y una carpeta de 82 grabados, Los desastres de la guerra, para prácticamente fundar el arte moderno. Fue hace exactamente dos siglos, porque ese 2 de mayo fue el de 1808, cuando Madrid se alzó a navaja contra los franceses, y ese 3 de mayo fue el de los fusilamientos que dispararon una guerra de crueldades nunca vistas.
Francia era la única república de Europa y casi la única del mundo, y le había presentado un ultimátum de lo más raro al continente: aliarse o desaparecer conquistado por un ejército irresistible que funcionaba como demostración fierrera de la superioridad del sistema. Gran Bretaña resistía, Portugal caía, Alemania era un juguete, Italia un trofeo, las batallas ganadas eran tantas que el Arco del Triunfo todavía asombra de tanto nombre grabado. España vacilaba y terminó en una alianza de sobrino bobo, con la familia real semiprisionera "para su propia protección" y el país explotado para el esfuerzo de guerra.
Todo ocupante es un guarango, pero si es francés te lo refriega en la cara. España primero perdió el control de los mares, con la flota destruida en Trafalgar. Luego perdió sus rentas imperiales, transferidas a París. Y al final perdió sus calles, controladas por grenadiers cancheros y violentos. El 2 de mayo de 1808, un rumor y un incidente ramplón dispararon una pueblada: chulos, majos y otros matones de avería, con sus mujeres, algún farmacéutico y exactamente dos oficiales todavía con honor, se levantaron contra la guarnición militar francesa. Los regimientos españoles se quedaron en sus cuarteles, el gobierno condenó a la plebe, los franceses combatieron calle por calle.
Fue un día sórdido y glorioso, de navajas sevillanas de las de siete resortes y hoja de treinta centímetros, contra coraceros a caballo y los 96 mamelucos de la Guardia Imperial, mercenarios turcos contratados como tropa de elite y vestidos a la morisca. A los franceses les tomó todo el día controlar la aldea que todavía era Madrid, y también decenas de muertos. Furiosos, humillados, reprimieron disparando contra todo lo que se moviera y, al caer la noche, arrancaron una orgía de violencia: violaciones, asesinatos, incendios, saqueos, torturas. La madrugada del 3 de mayo vio una procesión de condenados marchados a la sierras de la ciudad para ser fusilados bajo un cielo sucio. Se fusilaron los mancebos de taberna convertidos en héroes, se fusilaron madres con sus bebés en brazos, una bala para dos.
Así empezó lo que los libros llaman la Guerra de la Península y los españoles la de Independencia, nombre raro para una potencia colonial. Los ingleses desembarcaron con el duque de Wellington a la cabeza, las Cortes declararon una Constitución en nombre de Fernando VII, el Deseado, y las guerrillas florecieron por todo el país. Los franceses respondieron con la misma técnica que les iba a fallar en Indochina y Argelia, masacrando y torturando para dar el ejemplo.
Goya fue un monumento a la ambigüedad pública. Era el pintor de la corte, condecorado y consagrado, con lo que retrató a cuanto jerarca francés se le puso adelante. Pero al mismo tiempo pintaba a los líderes de la revuelta, como el general Palafox, y luego cubrió de óleos a Wellington, a quien le encajó un retrato ecuestre magnífico pero de segunda mano, ya que pintó la cara del inglés encima de la de algún francés ya escapado. Pero en secreto, Goya dibujaba el horror de las mujeres trastornadas apuñalando franceses, de lanza en un brazo y crío en el otro, de ojos desmesurados por las violaciones, de brazos cortados al morir mutiladas. Las líneas nerviosas exhiben sobre fondos casi en blanco a un hombre que vomita de tanto cadáver, árboles tronchados y cubiertos de cadáveres desnudos y tajeados, suelos violentados por el saqueo de los muertos. Hay cadalsos, hay viejos tratando heridos, hay escenas que siguen siendo demasiado horribles, como las de las ejecuciones por ahorcamiento en las que te cuelgan bajito y te tiran de las piernas, para ahogarte de a poco, mientras un granadero se ríe. Nadie nunca había hecho algo así.
Este aquelarre es hijo directo de los Caprichos, que muestran que el Goya de los retratos gentiles, las majas y los frescos religiosos es la preparación del Goya de las pinturas negras –humo, carmín y oliva para esos tonos mortuorios– y los grabados. Esta obra tan terrible fue editada completa sólo medio siglo después de que Goya repujara las chapas.
A dos siglos, lo que más llama la atención es la absoluta modernidad de las imágenes, que no necesitan ningún contexto histórico para ser entendidas. La técnica brutal de Goya, las líneas violentas, las caras grotescas y los cuerpos biológicos, desnudos que se despegan del ideal clásico, son una sensibilidad nueva, fundadora. Lo que vio el artista era de doler y así como le amargó sus últimos años, amarga el papel en que se imprime.
En su vida, Goya sólo circuló unos pocos grabados y en tiradas casi clandestinas. Sus dos cuadros de Mayo, uno mostrando los combates y el otro el inmortal, simbólico, de los fusilamientos, sirvieron de memorial casi oficial y tuvieron una influencia profunda.
Irónicamente, más que nada entre franceses: Gericault, Manet y Delacroix juraban sobre el nombre de Goya.
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radar/9-4579-2008-04-28.html
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