Cultura: El arte de los fogones
La cocina ha entrado a formar parte de las bellas artes. Los chefs encabezan una revolución cultural que va mucho más allá de los fogones. Sus propuestas innovadoras buscan convertirse en clásicas y alcanzar el recetario tradicional.
AMELIA CASTILLA 30/08/2008
Si un cocinero sirviera hoy la mesa igual que hace treinta años, los comensales no saldrían contentos. En este tiempo se ha producido una auténtica revolución culinaria. Nadie concibe a estas alturas que la comida no sea ligera y sana o que el local no esté dotado con las técnicas más modernas. En cualquier rincón se preparan todas las cocinas del mundo y hasta en el pueblo más recóndito se puede adquirir papaya o lupo, pero en los fogones se cuecen dos tendencias enfrentadas: la invención y el academicismo. ¿Las alubias de Tolosa o el chupito de cocido? "Hay gastronomía cuando se establece la polémica permanente entre antiguos y modernos y cuando se encuentra un público capaz, por su competencia y riqueza, de administrar tal querella". La frase del filósofo Jean-François Revel, referida a la cocina del siglo XVIII y a los banquetes en los que participaba Brillat-Savarin, se incluye en Un festín de palabras, una historia literaria de la sensibilidad gastronómica desde la antigüedad hasta nuestros días (Tusquets), pero podría ilustrar el cambio que se vive en los pucheros del siglo XXI, un área donde el sentimiento de novedad se guisa constantemente y donde lo magistral ya no son las recetas sino los cocineros.
Para Felipe Fernández-Armesto (Londres, 1950), miembro de la Facultad de Historia Moderna de la Universidad de Oxford, la neococina no es más que una etapa nueva de la historia de la gastronomía que, desde que se inventó en las cortes imperiales o faraónicas de las primeras civilizaciones, ha ido elaborando platos que provocan más admiración que apetito. Para diferenciarse de la comida de los pobres, la de los ricos siempre ha ido buscando efectos de espectáculo, bizarrías y curiosidades. "La comida de máximo prestigio es siempre, por supuesto, la más novedosa, por ser inaccesible a la mayoría. Eliogábulo practicaba comida surrealista: guisantes con mechones de oro, judías intercaladas de trozos de ámbar. Pedía pez en salsa azul para conjurar el mar", asegura. "Hoy en día tenemos los magos de la cocina de auteur, que sustituyen comida auténtica por espumas a aroma de hierbas venenosas, helados de tabaco, carnes dulcificadas y postres salados, trucos incapaces de satisfacer el hambre, como el vestido del emperador que ni cubría su desnudez". La idea de este prestigioso historiador, autor de libros como Civilizaciones o La historia de la comida, es que los cambios que afectan al arte de la cocina son básicamente los mismos que se producen en otras áreas: "Posmodernismo, rechazo a la tradición, esnobismo, ese afán a la ciencia, que hace que la cocina de un Adrià se parezca a un laboratorio y que los practicantes de esa nueva cocina gasten miles de euros y meses de trabajo en experimentar".
Si, como dice Fernández-Armesto, de entre todos los ingredientes fundamentales de la cultura humana -religión, lengua, arte, estructura social, tecnología- la comida se considera un índice de cambio, un reflejo fiel y, hasta cierto punto, tal vez una causa primordial de las transformaciones que experimentan las sociedades, habría que volver la vista al momento en que empezó a gestarse el cambio actual. Manuel Vázquez Montalbán contaba que la transición del franquismo al infinito dependió de la formación y hegemonía de nuevas capas medias con capacidad de consumo y de un plantel de nuevos cocineros en sintonía con ese nuevo cliente. Con su lúcida capacidad de análisis, Montalbán creía que el protagonismo del nuevo "burgués ilustrado y democrático", en parte formado bajo las consignas de Marx -cambiar la historia- y las de Rimbaud -cambiar la vida-, provocaba un progresivo acercamiento al placer, con la ayuda de la píldora anticonceptiva y la tarjeta de crédito. "Los que habían pretendido hacer la revolución y no habían conseguido asaltar el Palacio de Invierno ni el de Verano reclamaban la recuperación de las raíces culinarias o avanzar por el camino de la cocina experimental", contaba en el prólogo de El libro de la cocina española (Tusquets).
Pero llegar hasta ahí no ha sido fácil. El camino recorrido hasta la gastronomía actual no ha seguido una senda progresiva. Desde el principio se ha utilizado la cocina para hacer el alimento más comestible, de sabor más agradable y, como última motivación, para exacerbar las papilas gustativas. El descubrimiento del fuego, la cocción de los productos, la domesticación de los animales, el dominio de la fermentación, la elaboración del pan y el vino, la conservación de los alimentos con especias son logros que se han ido ganando lentamente con el paso del tiempo. Estas innovaciones se han acelerado en épocas históricas determinadas, como fueron las expediciones comerciales -ruta de la seda- o el descubrimiento de América que suministraba a España patatas, pimientos, pavo, tabaco o chocolate. La pasta llegó a Occidente procedente del Asia oriental a través de los árabes. Y bastaría levantar las tapaderas de la Edad Media para sentir "un áspero vapor cárneo, con olores de clavo, azafrán, pimienta, jengibre y canela, mezclados con la acidez del agraz. Al asomarnos a los pucheros renacentistas, respiramos una dulce y afrutada bruma de azúcar cocido y jugo de pera o grosella", apuntaba el filósofo Revel.
A la mejora de la dieta no han sido ajenas las nuevas técnicas e innovaciones que se han producido en los utensilios con los que se elabora la comida. La utilización directa del fuego sobre los animales para el asado, el invento de la alfarería para la cocción, los útiles de metal -cobre, hierro, acero, acero inoxidable...-, los nuevos materiales (vitrocerámica) o los ultimísimos inventos tecnológicos han permitido variar la temperatura y el tiempo de cocción, la secuencia de incorporar los productos o el ritmo de elaboración. A lo largo del tiempo se ha ido conformando un recetario que se ha transmitido de generación en generación, y que se ha convertido en la cocina clásica, un canon que en España le debe mucho al libro de gastronomía más vendido en este país, 1080 recetas de cocina (Alianza), de Simone Ortega. A partir de ella, durante los últimos años se han producido innovaciones gastronómicas que suponen un auténtico I+D+I, y que consisten en desestructurar los platos clásicos, modificar las texturas, sublimar los sabores, utilizar los cinco sentidos -lo que incluye los aromas y el cromatismo-, obtener espumas y, como vuelta de tuerca, la mousse de humo. Este plato se considera una de las más elevadas sofisticaciones gastronómicas. Una bola de azúcar soplado contiene el humo de una brasa de encina que se coloca sobre el plato. Cuando el comensal rompe la bola, aspira el aroma que va dentro y se convierte en un componente más de la receta.
Estas innovaciones sólo han sido posibles por la aplicación de las nuevas tecnologías, como es el caso de la criococina, que utiliza nitrógeno líquido en sus composiciones. En España esta línea de investigación abierta por auténticos creadores -Ferran Adrià, Juan Mari Arzak, Martín Berasategui o Carme Ruscalleda, entre otros- ha incorporado también a muchos adeptos que, no teniendo la calidad de sus maestros, se han apuntado a un carro que ha acabado en la impostura. ¿Qué aroma desprenden los pucheros del siglo XXI? Abundan cocinillas que creen que por haber trabajado un verano con Adrià y ponerlo en su currículo pueden elaborar infames menús degustación a precios prohibitivos. "El problema de la nueva restauración pasa por las copias. A la sombra de la genialidad surgen una serie de ovejas clónicas que se cargan el asunto. Con tanta espumita, nubes y croquetas líquidas, parece que se trate de una cocina para desdentados, destinada a satisfacer a los críticos de turno empeñados en mirar en esa dirección y crear el que podríamos denominar como pensamiento blando", dice convencido Abraham García, propietario del restaurante madrileño Viridiana, cocinero desde hace más de treinta años y autor de varios libros de éxito. Le hubiera gustado viajar en las carabelas que volvían de América cargadas de tomate, cacao, maíz y castañas. "Gracias a ellos desapareció la cocina en blanco y negro". Abraham cambia la carta con frecuencia pero hay un plato que nunca ha retirado, los huevos de corral en sartén sobre mousse de hongos (boletus edulis) y trufa fresca. Su cocina no parece uno de esos laboratorios minimalistas donde todo se encuentra integrado, incluido los aromas.
En cualquiera de estos restaurantes se ha convertido ya en un rito que el chef salga al principio y al final de la comida para comentar los platos con los comensales y anotar sus observaciones. Pero no sólo él, existe todo un equipo de personas dispuesto a satisfacer al cliente: maître, sumiller y camareros. "Explicar es insultar. Desgraciadamente, somos incapaces de conversar con nuestros comensales. Por eso nos hace falta que los camareros rellenen los silencios contándonos historias", añade Fernández-Armesto. Sin embargo, algunos platos precisan de una explicación previa para que el comensal sepa lo que va a ingerir. El poder del cocinero se manifiesta en esas cartas que tienen largos y farragosos títulos. Pascal Remy, autor de El inspector se sienta a la mesa (Planeta) e inspector de la Guía Michelin durante 16 años, asegura que las mejores direcciones siempre son secretas. En su relato sobre el despiadado y casi novelesco mundo de la cocina, el antiguo inspector constata lo mucho que se parecen las cartas entre sí. Los chefs se visitan unos a otros, se roban las ideas y las cuelan en sus cartas. Las recetas protegidas por copyright no existen. "Los menús degustación son trampas muy eficaces a la hora de borrar recuerdos. Al cabo de ocho días uno no recuerda lo que llegó a comer y un gran restaurante es el que consigue que el comensal guarde el recuerdo preciso de un plato. Demasiado a menudo veo a clientes que se aburren en los grandes restaurantes. Se sienten intimidados por un servicio omnipresente, por los platos apabullantes y por una cuenta que prefieren no mencionar", dice Remy.
En España, para muchos a la vanguardia de la cocina internacional, funcionan más de 200 escuelas de cocina. Los cada vez más numerosos concursos de jóvenes cocineros reciben cientos de inscripciones de competitivos creadores culinarios. Los cocineros, convertidos en auténticos galácticos, escriben libros, montan tiendas y crean aceites y vinos a medida. La cocina al desnudo, el polémico libro del cocinero Santi Santamaría, lleva vendidos más de 35.000 ejemplares. "Hasta en la antigüedad clásica los cocineros célebres publicaban recetas. Los libros antiguos llevan todos el nombre de Apicio, el más famoso de todos. Pero seguían siendo expertos en su propia temática. No se les ponía al nivel de la revista Hola, aconsejándonos sobre nuestros amores o los muebles de la casa", bromea el profesor de la Universidad de Oxford. Y es que los expertos, tan aficionados a acudir a ferias y congresos, tendrán que acostumbrarse a someterse a críticas sobre su trabajo. Fernández-Armesto rechaza la gran herejía de nuestro tiempo, que es la confianza en sí mismo. "Hay que sentirse mal para poder mejorar".
La respuesta de Ferran Adrià en la Documenta de Kassel, que hizo del restaurante El Bulli un pabellón expositivo por el que pasó un centenar de visitantes, dejó perplejos a muchos. "Respondimos con lo que hacemos cada día. Todo lo demás sería una boutade. Si hay otros artistas que trabajan con la comida como materia, está perfecto. Lo que hacemos es consecuente con nuestra filosofía. Hace 20 años que no cocino fuera de El Bulli", aseguró entonces. Lo cierto es que ahora, tras ser investido doctor honoris causa por las universidades de Barcelona y de Aberdeen por su contribución al pensamiento contemporáneo, ha decidido pasar más tiempo en la cocina que en los congresos.
En la gastronomía ocurre como con la ropa de alta costura en la moda. En las pasarelas de Milán, París o Nueva York, los creadores presentan unos diseños que no se reflejan inmediatamente en la gente de la calle. Sirven para crear tendencias que, con ligeras variantes en el diseño y un cambio a material económicamente más accesible, pueden ser consumidas por una mayoría. La historiadora del diseño Isabel Campi cree que la gastronomía y su combinación de formas y sabores podría equipararse a lo que representa la alta costura en la moda. "Hay muchas más formas artísticas que las establecidas", dice. "La consideración artística de algo se construye socialmente, en el sentido de que cada sociedad ha definido lo que considera como arte o no. Se trata de categorías dinámicas y no estáticas", argumenta. "El trabajo de creación, da igual que hablemos de música que de sabores, es una forma de arte. En este sentido la cocina sería el laboratorio y el restaurante el escenario donde se identifica la obra".
Tal y como están las cosas, no basta con que un plato tenga una estructura cromática a prueba de impresionismo, ni que una parrillada ofrezca el aspecto de un conjunto de huesos de níspero. Para que los nuevos creadores incorporen sus platos a los recetarios clásicos, es necesario que consigan una gastronomía sostenible en un doble sentido. Por una parte, que las materias primas no sean productos difíciles de encontrar en los mercados -como ocurre con ese buey de Kobe japonés, que se alimenta casi científicamente- y, por otra, que el proceso de elaboración sea asequible para un ama de casa con inquietudes culinarias.
Mientras en los países desarrollados la neococina va destinada a un público que está harto de comer y que necesita nuevas sensaciones gustativas, en el Tercer Mundo se pasa hambre. Según el Banco Mundial, 1.300 millones de personas viven en el límite de pobreza extrema con menos de un dólar al día. Mientras el Occidente desarrollado engorda con la comida rápida para, a continuación, invertir en dietas para adelgazar, existen unos privilegiados que investigan, crean nuevos sabores y pueden lograr que el recetario tradicional se renueve con innovaciones hasta hace poco impensables. "Esto no es más que un reflejo de nuestra sociedad", concluye Fernández-Armesto, "de lo excesivamente ricos que somos, de que tenemos élites capaces de gastar dinero en fantasmas y supercherías; valoramos las novedades; nos entregamos a cultos de celebridad hasta entre los cocineros, queremos convertir todo en ciencia, incluso la cocina y el arte, ya no comemos para vivir sino que vivimos para comer".
Si estas reflexiones no han conseguido quitarles el apetito, tengan en cuenta que, tal y como apuntaba Groucho Marx, "el mejor banquete del mundo no merece la pena ser comido a menos que se tenga a alguien con quien compartirlo". ¡Que les aproveche!
Un festín de palabras, una historia literaria de la sensibilidad gastronómica desde la antigüedad hasta nuestros días. Jean-François Revel. Traducción de Dolores Gavarrón y Mauro Armiño. Tusquets. Barcelona, 1996. 296 páginas. 14 euros. Civilizaciones: la lucha del hombre por controlar la naturaleza. Felipe Fernández-Armesto. Taurus. Madrid, 2002. 704 páginas. 28,35 euros. Historia de la comida: alimentos, cocina y civilización. Felipe Fernández-Armesto. Tusquets. Barcelona, 2004. 372 páginas. 20 euros. El libro de la cocina española: gastronomía e historia. Néstor Luján y Juan Perucho. Prólogo de Manuel Vázquez Montalbán. Tusquets. Barcelona, 2003. 472 páginas. 22 euros. 1080 recetas de cocina. Simone Ortega. Alianza Editorial. Madrid, 2008. 1.048 páginas. 45 euros (tapa dura), 15,50 euros (bolsillo). Abraham Boca: el cuaderno secreto de un cocinero singular. Abraham García. La Esfera de los Libros. Madrid, 2005. 368 páginas. 19 euros. El placer de comer. Abraham García. Síntesis. Madrid, 2004. 208 páginas. 24,50 euros. El inspector se sienta a la mesa: todos los secretos de la Guía Michelin. Pascal Remy. Traducción de María Pino Ynsa. Planeta. Barcelona, 2004. 170 páginas. 16,50 euros. La cocina al desnudo. Santi Santamaría. Temas de Hoy. Madrid, 2008. 250 páginas. 19,50 euros.
http://www.elpais.com/articulo/semana/arte/fogones/elpepuculbab/20080830elpbabese_3/Tes/
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