Cultura: Querido diario (las crónicas de Osvaldo Soriano)


La voz amiga

Buenas noticias: hay más Soriano. En verdad, hay mucho más. Además de haber sido uno de los escritores más populares de las últimas décadas, su prolífica obra periodística –que ya había dado tres colecciones de no ficción en vida: Artistas, locos y criminales, Rebeldes, soñadores y fugitivos y Piratas, fantasmas y dinosaurios– deja todavía joyas por exhumar en los archivos de diarios como Páginal12 y La Opinión y revistas como El Porteño y Humor. Notas, relatos, perfiles, artículos de actualidad, política, deporte, literatura, crónicas: Angel Berlanga se sumergió en esos centenares de páginas para armar Cómicos, tiranos y leyendas (Seix Barral), un volumen que recoge textos escritos durante 25 años, de 1971 a 1996, que permite reencontrarse con una de las voces más ágiles y amigables que dio la literatura argentina en el último tramo del siglo XX. Pero, además, asomarse a un libro de iniciación en el que Soriano traza, a través de sus gustos y obsesiones, el perfil del escritor en que se quería convertir, en que se convirtió y que fue.
Por Marcelo Figueras



En 1993, una investigadora que ya había hecho contacto con otros escritores habló con Osvaldo Soriano para solicitarle un texto autobiográfico. Fue un Soriano todavía perplejo quien comentó poco después, en las páginas de este diario: “¿Cómo hablar de nosotros si no sabemos quiénes somos?”.
Puede que los escritores no sepamos quiénes somos, pero los lectores no están tan perdidos al respecto. Y más aún si veneran a escritores que, además de producir narrativa pura, han practicado en paralelo el ensayo y los textos periodísticos. Al explayarse en clave de no ficción, el artista se libera de filtros que emplea full time cuando depende exclusivamente de la imaginación y la memoria. Muchas veces funciona ante todo como fan, o sea: como lector. Casi siempre está tratando de responderse la misma pregunta, aun de modo inconsciente: ¿qué clase de escritor quiero ser? Y sólo de manera ocasional se formula otro interrogante, más personal y, por ende, más acuciante.
Cómicos, tiranos y leyendas se lee en relación con la obra literaria de Soriano como sus anteriores colecciones de no ficción (Artistas, locos y criminales, Rebeldes, soñadores y fugitivos y Piratas, fantasmas y dinosaurios): como el chasis sobre el que encaja el motor de novelas como Triste, solitario y final, No habrá más penas ni olvido y Cuarteles de invierno. Allí desfilan en fila india las filias y las fobias, las obsesiones y los miedos, los lamentos por lo perdido y las esperanzas proyectadas sobre el porvenir: una trama celeste que soporta y resignifica a las novelas estelares.
A la manera de las versiones del director, los makings of y las pistas de comentarios de tantos dvd, los volúmenes de ensayos de los escritores suelen incluirlo todo: las claves secretas, sí, y a menudo también aquello que convendría no haber exhumado. Este popurrí de textos inéditos en formato libro no es excepción. Tiene algo de bolsa de gatos, cosa que Soriano habría interpretado –adecuadamente– como un elogio. Su naturaleza de bazar torna inevitable encontrar allí algunas gangas, como el retrato de César Tiempo llamado Paseo alrededor de los demás, que forma parte de las Historias de Vida que escribió para La Opinión. (Horacio Verbitsky recuerda que Soriano se escondía entre las columnas de mampostería del diario, para que ningún jefe lo apartase de la construcción de esos textos imperdibles, dos de los cuales –aquellos dedicados a Mario Soffici y Lucio Demare– brillan con luz propia en Artistas, locos y criminales.)
Más allá de las joyas aisladas, Cómicos, tiranos y leyendas enhebra la disparidad de registros (el comentario literario, la entrevista, la sátira, el perfil, la reflexión política) permitiendo algo que se parece mucho a un arco narrativo. Allí está el Soriano que todavía no se había graduado de escritor, elogiando a Hammett y Chandler de manera encorsetada por la reverencia y subrayando aquellos méritos a los que aspiraba y pondría en práctica ya en su debut. (“Cada palabra, cada frase, describen acciones y climas a la vez. No hay símbolos. Existen, sí, hechos concretos que prenuncian tormentas y desastres.”) Allí está el Soriano subido al tren desbocado de la Historia. Persiguiendo a Onganía en Córdoba, mientras Bonavena se aprestaba a enfrentar a Ali. Entrevistando a un Cortázar que ponía a prueba un approach a la escritura que Soriano reinventaría a su manera. (“Una convergencia –Cortázar dixit– de dos planos que yo había mantenido paralelos, separados: por un lado la literatura, y por el otro lado lo que llaman el compromiso ideológico.”) O armándole un escándalo al todavía presidente Lanusse, en compañía de Briante y Dal Masetto.
Está también el Soriano exiliado, aquel que confiesa escribir novelas ante un ladrón y después ante un policía que le preguntan lo mismo: “¿Novelas de qué tipo?”. (Tratándose de Soriano, era inevitable que el ladrón fuese más generoso que el policía: antes de fugar le regaló un verso que es de Apollinaire, aunque el texto se lo atribuya a Rimbaud, La esperance est violente.) Y aquel Soriano que regresa a la Argentina apostando a la incipiente democracia para toparse en cambio con el Felices Pascuas, la negativa de Alfonsín a recibir a un Cortázar ya enfermo y más tarde con un Menem en quien ve la continuación de la dictadura por otros medios. Por último, con el Soriano que contempla la mortalidad, en una pieza publicada en las páginas de este diario (Retrato, 17 de octubre de 1993) que, fiel a su estilo, consigue la proeza de ser impiadosa con sus personajes (su padre, él mismo) y al mismo tiempo inspirar una ternura de esas que bloquean la garganta.
Lo que este arco narrativo cuenta es, en esencia, la historia de un artista que asume que definir qué clase de escritor y qué clase de hombre quiere ser (esta última es, por cierto, la pregunta personal y más acuciante que sólo algunos se plantean) no son cuestiones aisladas, sino una y la misma. Aquel que entiende que el estilo de Hammett y Chandler no fue obra de la generación espontánea ni de un capricho estético, sino reacción ante una sociedad donde los delincuentes “compran abogados, fiscales y jueces primero, asesinos después, y se aseguran la victoria en limpias elecciones”. Aquel que encuentra inspiración en la inteligencia y perseverancia de Ali, en la negativa de Locche a golpear a un adversario groggy a cambio de la gloria efímera de un knock out. Aquel que descubre que, a pesar de haber terminado formalmente, la dictadura sigue matando: vidas, claro, pero también conciencias; y que el “escenario vacío y oscuro” que el régimen había dejado en su desbande no debía ser interpretado como la desolación que habita Lear, propicia tan sólo para el exceso y la locura, sino como un espacio “que había que tomar en silencio”. (Tarea que, ay, estamos muy lejos de haber concluido.)
Cómicos, tiranos y leyendas se lee, pues, como una novela involuntaria: una noticia inmejorable para los que lamentamos que ya no vaya a salir “la nueva de Soriano”. En consonancia con los textos de las colecciones previas, constituye una suerte de relato autobiográfico: la Historia de Vida que Soriano escribió sobre sí mismo sin darse cuenta, escondido entre las columnas del palacio de su tiempo.
Allí están las genealogías que el narrador admite (el padre que pinta en Retrato no parece legarle más que un mal cuento, un puñado de fotos y muchas deudas) pero también aquellas en las que reclama inscribirse. Significativamente, los artistas de los que admite haber recibido inspiración no son tomados como ejemplo tan sólo por su obra, sino más bien por la forma en que su arte espejaba sus opciones de vida. Richard Matheson no es considerado tan sólo como el autor que, con su novela Soy leyenda, lo impulsó a escribir, sino también como el hombre que arriesgó su vida durante un incendio para rescatar a su gato. Hammett es visto como aquel que creó un estilo inmejorable para describir una sociedad cruel y corrupta, y también como aquel que aceptó ir a la cárcel con tal de no delatar a nadie durante la caza de brujas macarthista. Chandler es el creador de un personaje inolvidable, el detective Philip Marlowe, y también un hombre que, al igual que su criatura, prefería perder a renegar de sus códigos.
(Soriano cita una carta de Chandler a Ross McDonald que dice lo siguiente: “En Inglaterra se me reconoce no ya como un escritor de novelas policiales, sino como un escritor norteamericano de algún valor. Es difícil que en los Estados Unidos se me otorgue ese status alguna vez”. Dado que el texto de Soriano fue publicado en La Opinión durante 1972, resulta tentador pensar que ya intuía la suerte que le cabría a manos de lo que Verbitsky llama “los taxidermistas de la crítica”.)
Dumas padre es el escritor que ofrece grandes consejos (“Empezar siempre por el interés en lugar de empezar por el aburrimiento: por la acción y no por la preparación; hablar de los personajes después de hacerlos aparecer, en lugar de hacerlos aparecer después de hablar de ellos”), pero ante todo es un hombre “tan generoso como sus héroes”, que pone dinero para construir un monumento a su “casi enemigo” Balzac y canta loas públicas a Stendhal y Flaubert rompiendo con la mezquindad que los escritores suelen dedicar a sus colegas. También aquí se torna necesario objetivar el mecanismo que Soriano emplea cuando habla de sus ídolos: los lee del modo en que le gustaría ser leído. Y si los ensalza no es tan sólo por su dimensión como hombres, sino por la forma en que sus creaciones expresan los códigos que suscribieron en vida. Ya desde su conformación como palabras, ética constituye el sesenta por ciento de estética.
Pero las genealogías son cosa de Borges, que se sentía más cómodo entre los fantasmas ilustres y los libros que en la calle. Y en la Historia de Vida que Soriano tejió involuntariamente en Cómicos, tiranos y leyendas no se busca tanto construir una prosapia como una comunidad de iguales. Más que en el pasado, el acento está puesto en el presente, las alianzas que traba en su aquí y su ahora lo cuentan mucho mejor que la admiración por un antepasado. Ponerse al lado del Cortázar que aún palpitaba y buscaba, de Briante, de Saccomanno, de Bayer, de Quino, de Dal Masetto y de Bioy Casares (“Nada es indispensable –lo cita– salvo que el escritor sea humilde y trate de que la lectura sea entretenida”) lo define tan apropiadamente como a Cruz el salto que dio para pasarse al bando de Fierro.
Se ha dicho muchas veces que Soriano fue el último escritor popular de la Argentina. El aserto está bien sustentado: en cifras duras y en el amor que le profesaban sus lectores, más parecido al que se prodiga a estrellas de rock y futbolistas que al que suelen recibir los hombres y mujeres de letras. Habrá quien considere que parte de esa devoción derivaba de las intervenciones públicas de Soriano en las polémicas de su tiempo, muchas de las cuales quedaron documentadas en sus colecciones de no ficción. Yo creo más bien que la cosa es al revés: que la alianza que Soriano propuso a su público estaba clara ya en los párrafos iniciales de Triste, solitario y final, su primera novela; y que dado que nunca renegó de ella, la gente le concedió a Soriano el hombre la misma confianza que le inspiraba Soriano el novelista. Que por supuesto eran la misma cosa.
“Así como algunos escritores elaboran proyectos literarios que excluyen la gratitud del lector, otros se piensan a sí mismos como narradores y lectores al mismo tiempo”, dice uno de los textos de Cómicos, tiranos y leyendas. Suena a programa artístico, pero es mucho más que eso. Al confesar (porque aun cuando la modestia le veda la primera del plural, se trata de una confesión) que no deja de pensar como lector mientras narra, Soriano está dando un salto de fe, creyendo aun sin verlo en la existencia de un Otro allá afuera sin el cual toda escritura carece de sentido, pólvora sin chispa. “Un artista llama al diálogo a través de su obra, pero no siempre es bien correspondido”, dice en el libro, citando a Sábat. Soriano fue bien correspondido porque dialogaba de maravillas (y por favor, no lo estoy diciendo sólo en el sentido literal) y porque hablaba con el Otro de igual a igual, buscando comunidad más que consagración: reconociéndose pelado, perezoso, fumador, cabrero, hincha de San Lorenzo y amante de sus amores (su esposa Catherine, su hijo Manuel) por sobre todas las cosas, incluida la literatura. Ningún lector de Soriano duda al respecto: al igual que Matheson, en caso de incendio Soriano no habría rescatado libro alguno, y mucho menos los suyos, sino al gato.
El antólogo Angel Berlanga sabía bien lo que hacía cuando abrió y cerró el libro con dos textos que, en términos cronológicos, están separados por poco más de un mes de distancia. Educación sentimental, publicado en este diario, data de noviembre de 1993. Es el texto donde dice: “¿Cómo hablar de nosotros si no sabemos quiénes somos?”. Retrato genera una paradoja, porque fue publicado en octubre, o sea antes, y revela que Soriano era dueño de una precisa noción de sí mismo. Pero si se asume que Soriano escribía para conocer y conocerse, la contradicción se diluye: la pregunta por la identidad (aquella que Cómicos, tiranos y leyendas responde con cuentagotas, de a un texto por vez) se extingue tan sólo cuando llega el silencio final.
Retrato transcurre después de la muerte de su padre, cuando llega a su casa “un tipo alto, pelirrojo” con un pagaré. Según el pelirrojo, el padre de Soriano le había comprado una Rolleiflex que nunca había acabado de pagar y pretendía el dinero restante o la devolución de la cámara, que no aparece. Soriano recuerda al pasar la oportunidad en que acompañó a su padre al hospital, porque lo había mordido un perro. El viejo escribió la anécdota en unos papeles, pero obviando la presencia de su hijo. “Es curioso que necesitemos excluir al otro para engrandecer nuestra módica epopeya”, reflexiona Soriano.
Poco después encuentra una boleta y comprende que su padre había empeñado la Rolleiflex justo antes de caer enfermo. Va a rescatarla, advierte que está cargada y revela el rollo. Entre las fotos encuentra una muy parecida a una imagen que ya había visto en la colección de su padre: un río turbio, un jinete que huye. Pero esta foto póstuma incluye algo más dentro de su encuadre. “Ahora que ha pasado tanto tiempo puedo mirarla mejor”, dice Soriano. “Mi padre está sentado en la orilla, con los pies en el agua.” Allí cierra Cómicos, tiranos y leyendas, completando el círculo: con el narrador arribando a un lugar exquisito del alma, desde el cual ya no teme incluir en la foto al padre que lo había excluido de sus memorias.
Ahora que ha pasado tanto tiempo podemos leer mejor a Soriano, y Cómicos, tiranos y leyendas es la excusa perfecta. El dolor de que se haya ido tan temprano no cesa, pero los lectores seguimos sabiendo que cualquier intento de entender la módica epopeya de la Argentina del fin de siglo conduce, inexorablemente, a su literatura.








Comentarios

Entradas populares