John Cage y su libro "Escribir en el agua"


 

Comenzó sin tener dinero, ni siquiera era dueño de un piano, intentando abrirse camino para poder estudiar con Schoemberg. Medio siglo más tarde terminaría como un artista múltiple, celebrado y entregado con devoción a las nociones con las que revolucionó la música. Ese camino, de una punta a otra de una vida que atraviesa prácticamente todo el siglo pasado, que lo incorpora e interpreta y al que protagoniza, es el que se desarrolla en Escribir en el agua, el flamante volumen que recoge las cartas de John Cage, que en principio puede funcionar como una perfecta guía de escucha de su obra y de la de buena parte de sus contemporáneos. Su lectura también permite adentrarse en una serie de debates políticos, históricos y culturales fundamentales tanto para su tiempo como para la actualidad, y presenciar paso a paso como este músico y compositor nacido en 1912 y muerto en 1992 se fue convirtiendo en poeta, escritor, docente, cineasta, performer, artista visual y artista ambiental, terminando por encarnar la idea del arte como inmersión en la multiplicidad de la vida. A modo de anticipo, Radar presenta un fragmento del prólogo del trabajo editado por Caja Negra, y una de las cartas que lo integran.   


Por Gerardo Jorge


“Por decirlo de algún modo, estoy escribiendo en el agua”, confiesa John Cage en una carta de marzo de 1990. Como tantas veces a lo largo de su correspondencia, está hablando de las sensaciones que le despierta su trabajo, exponiendo una perplejidad que adopta formas cambiantes pero que es la única actitud posible, incluso para el artista, una vez que la obra se define como experimento. Sin embargo, la imagen de esa escritura que se dibuja efímera sobre una superficie móvil tal vez sirva para aludir también al punto de llegada de una vida y de una búsqueda. En el camino, durante décadas, una y otra vez nos encontramos a Cage ponderando la disolución del ego, el abandono del control, la inmersión total en el sonido y en el espacio, la utopía de hacer caer “todas las distinciones entre el arte y la vida”. Y en sus últimos años, sus frases sugieren que lo habría logrado: “Ya no siento ni pienso”, “Ojalá mi inconsistencia sea incurable”, “Lo que más me interesa es la música que no dice nada”, “Mi ‘pensamiento’ requiere cierta sensación de no-saber”. El agua, entonces, parece una imagen para ese estado fluido, y la escritura, lo que queda de la acción artística: una instrucción que desencadena el proceso revelador de la unidad. Acaso en esa caída de las distinciones se encuentre la clave para empezar a leer estas cartas, aparente paradoja de un libro que recupera la faz “personal” de un artista que bregaba por la anulación de lo expresivo, pero que, por eso mismo, concebía de un modo nada dicotómico las relaciones entre el yo y lo demás.

Nacido en 1912 y muerto en 1992, Cage se erige como una figura que surca el siglo XX, que lo incorpora, interpreta y protagoniza a la vez. Considerado el músico más innovador del período, su actividad desborda –sin embargo– las disciplinas y se plasma en un continuo. En estas cartas enviadas a colegas, críticos, amigas, amantes, familiares e investigadores, las cuestiones “personales” de Cage ocupan un lugar más bien acotado; lo que predomina –con notables excepciones– es un registro de vivencias y argumentos relativos a la música, a ideas artísticas y filosóficas, y a labores y militancias culturales. Pero esas pasiones y obsesiones se confunden con la “vida” y, producto del cruce de los mensajes amorosos con las gestiones laborales, de las impresiones de viaje con las declaraciones de principios, de los debates de ideas con las descripciones de obras y rememoraciones escritas a pedido, el libro se termina asemejando a una autobiografía involuntaria y discontinua. La lectura descubre a Cage en distintos ánimos y situaciones. El carácter fragmentario y el extenso arco de tiempo permiten acercarse a la persona en sus constancias e impurezas: Cage puede desatar su pasión, puede también fastidiarse, pero es casi siempre poético, programático y reflexivo. Los tonos de una escritura “no artística” y el intenso erotismo de sus cartas a Merce Cunningham ofrecen la posibilidad de “tocar a un hombre”. Y cuando se toca a Cage, el valor del contacto es doble, ya que se trata de una figura que, por su disciplina, por su culto de la escucha, por llevar a todas partes una sonrisa casi indeleble, puede volverse esquiva. Sin embargo, las cartas desprenden un perfume crudo y documental, propio de lo viviente.

DE LA MÚSICA A LAS SITUACIONES

Si hacemos a un lado la curiosidad por la persona y sus redes vinculares, las cartas invitan a desplegar –por lo menos– dos grandes líneas de lectura. Por un lado, narran la metamorfosis de ideas y prácticas artísticas que Cage describe desde sus inicios, cuando no tiene piano ni dinero y se abre camino para estudiar con Schoenberg, en una “atmósfera de alegría y descubrimiento”, hasta la última etapa de su vida que lo muestra como un artista múltiple, celebrado y entregado con devoción a las nociones con las que él mismo ha revolucionado la música. Tan nítida se deja leer esta historia en las cartas, que el libro podría funcionar como una perfecta guía de escucha de la obra de Cage y de la de buena parte de sus contemporáneos. Las menciones y descripciones aparecen como una invitación a leer escuchando piezas, siguiendo un viaje comentado a través de la música del siglo XX: un itinerario por obras que Cage escucha, estudia y compara, de autores como Satie, Stravinski, Schoenberg, Berg, Boulez y Feldman, entre otros, por sus propios proyectos de distintas etapas, e incluso por obras que imagina y no llega a concretar. Por otro lado, estos textos permiten adentrarse en una serie de debates políticos, históricos y culturales, fundamentales para el tiempo de Cage y también para el nuestro. Muchos hitos y procesos del siglo XX (las guerras, los cambios en la tecnología y las formas de producción, la globalización, las décadas del 60 y del 70) afectan a su obra y aventura, aunque esa relación pocas veces se presente de manera evidente o lineal.

Un gran valor de estas cartas es brindarnos el relato informal de una trayectoria: muestran a alguien contándole su vida y su historia a amigos y pares. Si bien Cage inicia su formación bajo el familiar signo de la experimentación (su padre era un inventor prolífico y llegó a emplearlo como asistente), su recorrido irá del estudio de la tradición y de instrumentos convencionales a nociones como “armonía anárquica”, “circo musical” y “música de contingencia” que caracterizan a sus últimas tentativas. A lo largo de más de cincuenta años, se tratará siempre de expandir la experiencia sonora, de trabajar por una música entendida como “sonido en el espacio”, más allá de todo principio limitante. Si la divisoria de aguas a comienzos del siglo era entre consonancia y disonancia, la sostenida intervención de Cage tendrá como resultado el planteo y la difusión de una nueva idea de la música como arte general del sonido, sin exclusión ni subordinación del ruido ni presencia de ningún otro tipo de jerarquización.

La primera señal del movimiento hacia fuera de la armonía será su interés por la percusión. De ahí en más, Cage se desplazará hacia la invención del piano preparado, las estructuras rítmicas, la música para cinta y otros medios de grabación, y por fin a la electrónica, como vehículos para trabajar con sonidos de una manera más amplia. En ese percurso, un hito es la toma de conciencia de la necesidad de remover el control subjetivo para expandir las fronteras de lo experimentable. Por eso, es clave el “descubrimiento” que hace en 1951: las operaciones de azar, el uso del I Ching para componer música y –luego– las innumerables mediaciones que pasará a instrumentar para atenuar el peso de la intención en el arte. Abrazado el vasto campo del sonido y depuesto el gobierno expresivo de los materiales, Cage avanzará hacia nociones como “vacío”, “silencio” e “indeterminación”, alentará un nuevo arte de la notación, y propondrá obras con instrucciones que dejen cada vez más elementos librados a intérprete y situación. La música pasa a ser un suceso irrepetible, multicausado, centrado en “dejar que las cosas sucedan” y escuchar los sonidos del mundo, sin discriminarlos. Lo definitorio es la atención: “los músicos mismos han devenido oyentes”, escribe en 1962. Un último giro en esta aventura será que el rechazo taxativo de la armonía cesará en la vejez, para dar paso a una nueva aceptación de lo armónico (“cuando sucede”) como parte del todo sonoro que, más allá del deseo y del control, estamos llamados a experimentar. En definitiva, el movimiento lo habrá llevado más allá de la “música”. Porque Cage deviene poeta, escritor, docente, cineasta, performer, artista visual, artista ambiental: la idea del arte como inmersión en la multiplicidad de la vida, como reconocimiento de que en todo punto infinitos centros se interpenetran, lo lleva a una confluencia y simultaneidad de prácticas y materiales. 

CUALQUIER COSA ES POSIBLE

En cuanto a los problemas y discusiones que se desprenden del recorrido, se trata de agendas fundamentales de la cultura occidental de los últimos cien años. La preocupación de Cage por ellas revela un intenso sentido del presente y del futuro, que lo muestra respondiendo al modelo del artista como antena de la especie (según Ezra Pound).

En primer lugar, en una carta de 1949, Cage diagnostica lo que llamará “el problema América-Europa”. La fórmula se refiere a Estados Unidos, pero parte del planteo podría hacerse extensivo a la realidad americana en general. A partir de viajes en los que conoce ideas y personas, y también como producto del análisis de obras y de conductas sociales, Cage desarrollará la idea de que América y Europa constituyen mentalidades antagónicas, distintas actitudes ante el pasado, el manejo de los materiales y el concepto de la tradición. Ellos –dice Cage– “siguen esperando que surja algo de las cenizas, mientras nosotros solo tenemos que plantar para producir crecimiento” (obsérvese la metáfora vegetal). Así, Europa se le aparece como regida por la imaginación de la catástrofe, y América, como el prado fértil de la invención. Si en Europa el peso del pasado apenas permite concebir la creación de otro modo que mediante la destrucción o excavación de lo existente, en América se trabaja a partir de una ignorancia (que “protegemos para crear”, sostendrá), y florece una mirada constructiva, despreocupada. Frente a este dilema, Cage reivindicará lo americano como “afirmación de la vida”; y, en el marco de una posguerra en la que ve a Europa ocupada en resolver sus propias culpas y problemas, se dejará guiar por una intuición que lo lleva de nuevo a su origen. En otra carta de 1949, enviada a la pianista Maro Ajemian desde París, la desalienta de cruzar el Atlántico y expresa al pasar: “Preferiría moverme hacia el Oeste de los Estados Unidos”. Para Cage, se trata del retorno a su tierra natal, pero esa ruta es también la del viaje que está describiendo el capitalismo por sus grandes ciclos y epicentros, desde la Inglaterra industrial de los siglos XVIII y XIX, primero a la Costa Este de los EE.UU., y luego hacia Silicon Valley y el Pacífico (nuevas puertas de Oriente) a comienzos del siglo XXI. Como si fuera pasajero y a la vez profeta de ese viaje, Cage marca la ruta que la cultura y el capital vienen describiendo y describirán; un viaje que es posible interrogar para pensar las relaciones entre el arte y lo económico-productivo no como mera oposición, sino como una compleja dinámica conjunta.

Un segundo punto es que esta posición se trama con una nueva conciencia de las relaciones entre Oriente y Occidente. Si uno de los grandes episodios de la cultura occidental del siglo había sido la “invención de China” por parte de Ezra Pound, Cage –como los beats– pertenece a una generación para la cual Oriente ya no es sólo un tesoro textual y cultural, sino también una vivencia. Por eso, la “interpenetración” oriental-occidental en diversos aspectos lo atraviesa y constituye como artista y como persona. En un principio, descubrir “Oriente” lo salva de abandonar la composición (“en los años cuarenta, tuve una primera relación con el pensamiento oriental; gracias a ello logré que seguir trabajando con sonidos se convirtiera en un placer”) y, desde entonces, nociones hindúes y japonesas del tiempo y las estaciones estructuran obras suyas. Pero luego, el Budismo Zen y la Filosofía Hindú pasarán a ser elementos ordenadores de su vida y su pensamiento en busca de una actitud meditativa, receptiva con el caos, la anarquía y la continuidad. Llegado un punto, resumiendo tanto el “problema América-Europa” como esta nueva mentalidad, Cage dirá: “Se trata siempre de lo mismo: multiplicidad sin foco vs. centro de interés”. Una y otra vez, sus planteos sugieren que América (plural, salvaje, de identidad inestable, siempre en conformación) está en mejor posición que Europa para asimilar las enseñanzas, las tradiciones y el pensamiento de Oriente.

En tercer lugar, otra cuestión clave es la de la técnica, por la cual Cage tenía vocación desde la cuna. Habitante del siglo de la televisión, de la exploración del espacio y de la bomba atómica, Cage sostiene que los artistas entienden la tecnología “de manera muy superficial”, sin comprender que arte y ciencia están “conectados de modo inextricable”. El debate sobre la innovación tecnológica lo encuentra pensándola primero como una herramienta para ampliar el acceso al campo del sonido, pero luego pasará directamente a observarla como un medio para “mejorar el mundo”. En línea con Whitman, cuyo poema “Passage to India” sugería que gracias al Canal de Suez no era solo el comercio sino la conciencia de la Creación lo que se volvía más accesible, Cage sostendrá que, gracias a la técnica, “cualquier cosa es posible, o si no lo es todavía, pronto lo será”. De su temprano interés en la electrónica hasta una de sus últimas cartas en la que le pide al ingeniero Kim Eric Drexler que lo mantenga informado “sobre avances en nanotecnología”, la de Cage es una actitud de constante curiosidad. Las máquinas, afirma, “pueden ser una herramienta para animarnos, para darnos vida”. Y concluye: “prefiero la visión de Fuller + McLuhan que dice que la técnica es una extensión del ser humano, frente a la mirada de Ellul que dice que es algo externo, separado + de intenciones destructivas”. La mirada positiva de la ciencia y de la técnica atraviesa las cartas a propósito de diversas cuestiones y reafirma la pertenencia de Cage a cierta tradición pragmática y espiritual de la cultura estadounidense. 

UN MODO DE MIRAR LA VIDA

Tampoco la relación entre arte y política le es ajena. Y en una época rica en teorías y definiciones al respecto, Cage tomará posición por fuera de las ideas más tradicionales de la militancia. En principio, las referencias a sucesos históricos son escasas en sus cartas, y un Cage joven deja claro que entiende su intervención en el mundo como algo mediado por la música. En 1939, ante el estallido de la guerra, expresa la necesidad de “hacer música donde sea posible todavía”, y más de una vez hablará del carácter caduco de las concepciones corrientes de la política y la economía. Sin embargo, con los años, sus preocupaciones sociales no dejan de crecer. Llegados los sesenta, su obra se vuelca más hacia lo participativo e indeterminado. Y de manera articulada con su ponderación de Mao, Cage comienza a hablar de una “revolución” cuyo eje sería “cultural”. Por fin, acabará proponiendo su propia obra como “un ejemplo de cómo cambiar las cosas”, mostrándola como un modelo que sugiere la posibilidad de vivir sin gobierno: del “no ejercer poder sobre los sonidos” al “no ejercer poder sobre las personas”. Definido como anarquista bajo la influencia de Thoreau, discute la idea de arte político, y admite que sus problemas se han vuelto “más sociales que musicales”. Mientras sueña con una sociedad sin gobierno y “más basada en el uso que en la propiedad”, el siglo se cuela de distintas maneras en sus cartas. Cage reconoce la oscuridad de su tiempo pero propone enfrentarla con las herramientas del arte. Sobre Atlas Eclipticalis, escribe: “esta pieza alguna vez suscitará la gratitud porque abraza el horror del siglo XX y lo transforma”.

Por fin, si la obra de Cage constituye un hito del arte del siglo, varias nociones que la atraviesan forman parte de una amplia discusión cultural. Sobre las ideas de “azar” e “indeterminación”, conceptos invocados también por otros artistas, Cage brinda precisiones y articulaciones con una concepción renovada del sujeto, del tiempo y del espacio. Del mismo modo, su mirada del lenguaje, de los idiomas y de la sintaxis constituye un factor central de la última etapa de su obra. Cage propone ideas radicales: la necesidad de liberarse de la sintaxis, ya que “una sintaxis fija implica una mentalidad monárquica”; el imperativo de trascender los idiomas, pues éstos “forman demarcaciones entre los hombres” e “intensifican errores pasados”; e, incluso, la necesidad de “un nuevo lenguaje que pueda ser experimentado por todos los seres humanos en forma inmediata y que al mismo tiempo les otorgue a los animales, a las plantas, al aire, al agua y a la tierra un lugar equivalente en la creación”, como le escribe a Branco Suter en 1973. Esta crítica de las fijaciones que ejerce el lenguaje, vuelto instrumento del poder antropocéntrico, sobre la realidad y las identidades, lo llevará a plantear lo que en su libro M - Writings 67-72 llama procedimientos de “desmilitarización del lenguaje”: técnicas que se encuentran conectadas con nociones como ideograma, automatismo y reescritura. Es posible observar una analogía entre los modos en que Cage entiende la sintaxis y la armonía: ambas son legislaciones limitantes, impresiones del poder sobre el universo de lo experimentable. Como respuesta, una zona de su escritura decantará hacia un lenguaje asintáctico y simultaneísta, que pulveriza y combina idiomas, sonidos e imágenes, y se insinúa como una suerte de poesía anarquista y global. Sus cartas nos recuerdan en todo momento que estamos lidiando con alguien preocupado por el lenguaje, cuyas búsquedas cruzan meridianos de este tiempo y constituyen investigaciones extremas de nuevas posibilidades de lo verbal.

La historia de la transformación de la música en otra cosa y este conjunto de conceptos y discusiones son dos entradas que el libro ofrece, sin dejar de desembocar una y otra vez en un tono que retorna: cierta suavidad y serenidad que parece refrendar la caracterización que hiciera Morton Feldman de Cage como un ser atento, delicado y relevante: “Cage es una de las personas más magníficas que cualquier civilización haya tenido nunca, por su modo de mirar la vida: gentil, generoso, abnegado”. Escribir en el agua es una puerta a la historia de esa persona, y acaba constituyendo una conversación acerca de qué es ser humanos, hacer arte y estar vivos en un período histórico que llega a solaparse con el nuestro. La cantidad de agendas de los siglos XX y XXI que se recogen o prefiguran en estos textos resulta impactante. Y Cage evoca su peripecia en cartas de una delicadeza singular. Cartas que dejan reconocer acaso una predilección por lo vegetal como forma de vida (como Beckett la había visto en Proust). Cartas que dan testimonio de horas pasadas en bosques caminando en busca de algún hongo. En busca de escuchar a un pájaro o el crujido de una hoja. O quizás de atisbar ese lenguaje que uniría -por fin- las distintas formas de vida. Desescamando una planta como si compusiera una pieza para piano. O en los jardines de un campus, perdiéndose en extáticas visiones. El fantasma de la historia, los problemas de dinero que aquejan a los músicos, los raptos de deseo y, hacia el final, la presencia constante de la muerte, se intercalan en el relato y acaban por hacer más humana a una aventura tan experimental que linda con lo inverosímil.

 

 

 

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